martes, 14 de febrero de 2012

¿FORMACIÓN CRISTIANA? ¿POR QUÉ?

Sí. Formación cristiana. Porque es imprescindible para conocer bien nuestra fe y para poder practicarla con amor, con esmero, con cuidado. Es muy difícil, por no decir imposible, crecer en la fe, en la vida cristiana, si nos falta formación, si nos falta conocimiento de nuestra fe. Es como si un trabajador quisiera desempeñar bien su trabajo sin formarse para su puesto, sin adquirir el conocimiento necesario para tener, al menos, la posibilidad de ser competente. No basta sólo con tener buena voluntad: en la vida y en la fe, hay que adquirir el conocimiento suficiente que nos posibilite hacer bien las cosas, no sólo con buena voluntad, sino también con competencia.
Además, si el cristiano ha de ser apóstol, tiene que estar preparado para dar “razón de su esperanza”, como pedía San Pedro (1 Pe 3, 15). Y, cuando hablamos de dar razón, nos referimos al plano intelectual, es decir, a tener argumentos, razones, para creer lo que creemos. Esta sección se llama, precisamente, “Razones para creer”. No puede ser (y menos en estos tiempos de duda, de confusión doctrinal), que los cristianos no sepamos contrarrestar ese ambiente de inseguridad, de preguntas, por una carencia formativa. La gente duda: nosotros, los cristianos, no podemos dudar. Cuando alguien nos pregunte algo, tenemos que saber responder y, además, hacerlo con argumentos sólidos. La gente lo necesita, nosotros también. Hoy no vale decir tan sólo que esto es de una forma o de otra “porque lo dice la Iglesia”. Hay que saber por qué la Iglesia dice lo que dice y hacérselo entender a la gente, en la medida de lo posible.
Lo dicho hasta aquí vale con muchísima más razón y responsabilidad para quienes se han comprometido en tareas de dar catequesis, clases de religión, etc. Para formar hay que formarse; lo más sólida y profundamente que podamos. Una religiosidad natural, sin más profundización, constituye un buen primer paso, pero del todo insuficiente para defender nuestra fe, practicarla con hondura, darla a conocer o formar a otros.
Por eso, hay que dar prioridad en la vida a nuestra formación cristiana, continua y constante: apuntarse a un grupo parroquial, a alguno de formación; acudir a charlas, a Ejercicios Espirituales o convivencias; estudiar Teología (si es posible); leer buenos libros religiosos capaces de aclarar dudas y de hacernos crecer en la vivencia espiritual; ir a misa, a grupos de oración… Al fin y al cabo, se trata de conocer mejor a Dios, al Señor, para poder amarle más y mejor. Porque no se puede amar lo que no se conoce.

¿ESTÁ SIEMPRE LA IGLESIA CON EL PODER?

La Iglesia no siempre está ni ha estado con el poder, a pesar de lo que tantas veces se suele decir. Para muestra, un botón: las relaciones actuales de la Iglesia española con el Gobierno legítimamente constituido no siempre son del todo fluidas y, a veces, atraviesan momentos tensos. Ciertamente, hay o ha habido en la historia general casos de excesiva y escandalosa connivencia eclesial con el poder político (por ejemplo, con algunas dictaduras, imperios…), pero también hay episodios de sufrimiento y persecución a la Iglesia, porque ésta no se ha sometido a los dictados del emperador o gobernante de turno. Hay que tener una visión global de la historia y no fijarse sólo en una parte.
El anglicanismo, por ejemplo, es una herida que la Iglesia aún sufre hoy porque el Papa no se plegó a los deseos del emperador Enrique VIII de que se anulase o disolviese su matrimonio y por ello el gobernante acabó fundando lo que se ha dado en llamar la Iglesia de Inglaterra, escindida de la Iglesia católica. Es una prueba de que la Iglesia no siempre se ha sometido al poder.
Además, debemos aprender a juzgar las cosas en su debido contexto histórico: cuando en plena persecución romana, el emperador Constantino promulga el Edicto de Milán (año 313), la Iglesia pasa de ser perseguida a ser tolerada o favorecida, por lo que es normal que, en principio, se refugie en el poder político que le ampara. Somos humanos y todos preferimos apoyarnos en alguien que nos protege. ¿Usted y yo no lo haríamos?
Por otra parte, un determinado régimen político puede presentar muchas caras, unas buenas y otras malas, o, incluso, ir presentando una determinada evolución conforme pasan los años. Eso quiere decir que muchas veces tiene que pasar un tiempo largo antes de que pueda decirse con un claro discernimiento que ese régimen es malo e indigno de ser apoyado por la Iglesia o de que la Iglesia se apoye en él.
Dicho todo lo cual, la experiencia histórica nos dice que es mejor que poder temporal y espiritual caminen por separado, entre otras cosas, para garantizar su respectiva autonomía e independencia; ahora bien, esto no lo sabríamos, probablemente, si no hubiéramos experimentado a lo largo de la historia las ventajas e inconvenientes que tiene la fórmula de que ambos hayan caminado alguna vez de forma conjunta. Bellas páginas de propagación de la fe se han escrito por parte de emperadores cristianos apoyados por los Papas (y eso es una ventaja); pero hay que reconocer que también la Iglesia ha tenido y tiene que purificarse de momentos en los que ha consentido un excesivo apoyo del poder temporal, con privilegios abusivos y poco evangélicos.

¿UNA IGLESIA “DEMOCRÁTICA”?

La Iglesia es constitutivamente jerárquica, no democrática, porque así lo quiso el mismo Jesucristo: “Tú eres Pedro y sobre esta piedra edificaré mi Iglesia” (Mt 16, 18). El poder civil puede organizarse de diversos modos legítimos, porque, para lo temporal, Dios no ha dado normas precisas y existe una libertad muy grande (“Dad a Dios lo que es de Dios y al César lo que es del César” – Mc 12, 17; Lc 20, 25-); pero, en lo religioso, en lo eclesiástico, Jesús quiso una estructura muy concreta, basada en un Colegio de Apóstoles (sus sucesores son hoy los obispos), al frente de los cuales puso a San Pedro, que perdura en su sucesor, el Papa. Sólo a ellos y, particularmente al Romano Pontífice, dio el poder de atar y desatar en Su Nombre, según consta en los evangelios (Mt 16, 19).
En la democracia, la soberanía reside en el pueblo, que elige a las personas o partidos que le representan a través de las instituciones; en la Iglesia, la soberanía (por llamarlo de alguna forma) reside en el Papa y los Obispos, que tienen la responsabilidad de gobernar, regir, enseñar y apacentar en nombre de Dios, en nombre de Jesús. Y esto es así por decisión divina, claramente presente en  la Sagrada Escritura, no por capricho humano.
Un párroco, un rector o un obispo pueden escuchar al pueblo cristiano y tener en cuenta sus opiniones, pero, finalmente, tienen una responsabilidad delante de Dios y deben tomar una decisión utilizando la autoridad que Dios les ha conferido a través de la Iglesia. Es lo mismo que el padre o madre de familia: en algún momento se tendrá que hacer lo que ellos digan, porque bajo su responsabilidad está la educación de un niño. Cuando uno tiene responsabilidad (en la familia, en la empresa, en la Iglesia…), tiene que ser ejecutivo, no democrático; puede tener formas más o menos diplomáticas, dialogantes o “democráticas” de ejercer la autoridad, pero, al final, tendrá que tomar decisiones de las cuales sólo él será responsable delante de Dios y de los hombres. Y ante eso, no hay democracia que valga.
Hoy en día, el concepto de autoridad tiene mala prensa, porque se entiende como un autoritarismo, en lugar de un servicio (por otra parte, necesario) a la comunidad y al bien común. Por eso lo suavizamos hablando de democracia, pues, además, a todos nos cuesta obedecer y que alguien nos mande. Pero autoridad no significa arbitrariedad. En efecto, prestar a los demás el servicio de la autoridad no nos exime de la obligación de hacerlo con buenas formas, con respeto y buscando el bien de todos. Al fin y al cabo, la autoridad es un servicio a la dignidad humana, a la persona.

¿DEBE ADAPTARSE LA IGLESIA A LOS TIEMPOS?

La misión de la Iglesia es anunciar a Jesucristo, no adaptarse o dejar de adaptarse a los tiempos. Jesús mismo no se adaptó a la mentalidad de su época y la prueba es que acabó siendo matado, crucificado, porque su época tampoco le entendía o no le quería entender. “Vino a los suyos y los suyos no le recibieron” (Jn 1, 11). Si Jesucristo se hubiera adaptado o acoplado a su época, “a los tiempos”, habría vivido mucho más cómodo y se habría ahorrado el mal trago de morir apaleado y en la cruz. Ahora bien, nadie habría movido entonces un dedo por las mujeres de su tiempo, consideradas ciudadanas de segunda o de tercera; nadie habría enseñado la excelencia del amor y del servicio, con todos sus gozos y exigencias; nadie habría sido luz de nuestra conciencia, luz en este mundo de tinieblas, de intereses, de injusticias y de pecado; nadie habría puesto sobre el tapete que es posible una humanidad mejor, un mundo mejor.
La Iglesia, en la medida en que sigue al mismo Jesucristo, tiene la misión de ser un poco la conciencia moral de cada época; de enseñar a los hombres los mandamientos de la ley de Dios que hacen posible un mundo, una humanidad, mejor. Se trata de una labor incómoda, que puede generar problemas, porque a la gente no le gusta que le digan lo que está bien o lo que está mal y mucho menos le gusta que le digan lo que tiene que hacer. Por eso, prefiere pensar que es la Iglesia o Jesucristo mismo quienes deben adaptarse “a los tiempos”, al mundo, en lugar de considerar mejor si este mundo de intereses, de injusticias y de pecado debe adaptarse más a Dios. En resumen, misión de la Iglesia es evangelizar el mundo y no mundanizar el Evangelio.
Para colmo, tenemos la experiencia actual de varias confesiones cristianas (sobre todo, en el ámbito protestante) que han adaptado “a los tiempos” su doctrina y no por ello registran una mayor práctica religiosa. Sus templos no están más llenos que los católicos. Al revés: se trata de sociedades donde la práctica religiosa es muy fría y testimonial.
En realidad, lo que engancha a la gente es la autenticidad, la coherencia, por lo que la Iglesia, lejos de adaptarse a los tiempos, tiene que esmerarse cada día en ser más fiel a sí misma, a sus principios y a Jesucristo. Tiene que ser cada día más coherente. Descafeinar la propia doctrina es no creer en ella ni en su fuerza social transformadora. En suma, si la Iglesia aguara su propia doctrina no tendría nada nuevo ni distinto que ofrecer o proponer a este mundo y entonces tampoco tendría ninguna misión dentro de él.

¿CRISTIANO CONSERVADOR O PROGRESISTA?

El cristiano, en cuanto tal, no es ni conservador ni progresista, términos éstos que pertenecen, más bien, al ámbito político, pero que tienen poco sentido en el campo religioso. En todo caso, el cristiano auténtico conserva  (lleva en sí) una doctrina que no es otra que la doctrina de Jesucristo y de su Iglesia. Por eso, la palabra clave es fidelidad, no tanto conservadurismo o progresismo; fidelidad que tiene relación también con otra hermosa palabra: autenticidad, coherencia.
Estrictamente hablando, se podría comentar que, por fidelidad, al cristiano le toca conservar una doctrina, ser fiel a ella, y, en ese sentido, es más propio de él ser “conservador” que otra cosa. Pero el cristiano auténtico está también con el progreso, a condición de que éste sea humano y, en ese sentido, es también “progresista”. Ha de ser un progreso que no vaya contra ningún derecho, que respete la vida y la libertad de las personas, incluido al ser concebido y no nacido.
Por ello, el cristiano nunca podrá llamar “progreso” a aberraciones como el aborto, la investigación con células madre embrionarias, la clonación terapéutica, etc. Sí apoyará con mucho orgullo todo avance científico que no suponga dejar seres humanos en el camino o atentar contra su intrínseca dignidad. Por decirlo gráficamente, el cristianismo apoya un progreso con ética y una ciencia con conciencia, pues no todo lo técnicamente realizable resulta moral.
De todas formas, hoy en día, los términos “conservador”, “progresista” o “de centro” aluden mucho más, aplicados a los cristianos, a un determinado talante exterior que a unos contenidos o ideales determinados. Un cristiano conservador es el considerado de talante duro, quizá excesivamente radical o adusto en las formas; el cristiano “progresista” sería el identificado con formas exquisitamente dialogantes y amables, mientras que el de centro tendría relación con un talante “moderado”, que no se inclina ni a un lado ni al otro en sus modales. En este sentido, lo ideal es que un cristiano sea íntegro en su doctrina (lo que otros calificarían como “conservador”), pero suave y amable en las formas (de “centro” o “progresista”).
Finalmente, los términos “conservador”, “progresista” o “de centro” definen socialmente si el cristiano es ortodoxo en su doctrina, es decir, si comulga con el Papa (en cuyo caso se le tacha de “conservador”); si no lo hace (se le dice “progresista”, en cuanto teóricamente “rompedor”) o si lo hace, pero sin mojarse mucho (“de centro”). En este sentido, el buen católico es persona fiel al Papa y no debe temer que le llamen conservador.

¿JESÚS HIZO REALMENTE MILAGROS?

El relato de los milagros de Jesús es tan extenso, ocupa tan amplio lugar en los evangelios y está tan indisolublemente ligado a su doctrina o mensaje que es preciso rechazar o aceptar ambos (milagros y doctrina a la vez), si queremos ser coherentes. Por ejemplo, cuando Jesús resucita a un muerto (Lázaro), es porque luego quiere darnos una enseñanza: “Yo soy la resurrección y la vida” (Jn 11, 25); cuando hace la multiplicación de los panes y de los peces (Mt 14, 19 y otras citas), está aludiendo a la Eucaristía. “Yo soy el Pan de la Vida. El que viene a Mí no tendrá hambre” (Jn 6, 35). Milagros y enseñanza de Jesús están indisolublemente unidos.  Rechazando unos, rechazamos también a la otra, a Jesús mismo.
Así pues, los milagros no son un añadido fantasmagórico y externo a la predicación de Jesús, sino que están en la misma entraña de ésta; la muestran y confirman, señalando tanto el origen como la misión divinas de Jesús. Además, frente a la exaltación y adorno característicos en otro tipo de relatos milagrosos, aquí destacan la sobriedad y la sencillez, la naturalidad, con la que se narran los citados acontecimientos.
Por otra parte, es un hecho que, en muchos pasajes del evangelio, hay un conflicto de Jesús con los judíos a propósito de los milagros y de la enseñanza que éstos encierran. Los judíos llegan a acusarle de echar los demonios con el poder de Belcebú, el príncipe de los demonios (Mt 12, 24; Mc 3, 22; Lc 11, 15). Esto clama a favor de la historicidad o realidad de los milagros de Jesús, pues alguien que inventa un milagro no se preocupa de buscar enfrentamientos: inventa ensalzando al que los hace y, desde luego, no se le ocurre dejar en mal lugar, como incrédulos y protestotes, a los de su raza o pueblo (en este caso, a los judíos).
Además, a un judío no se le ocurriría inventar que alguien también judío (como Jesús) haga un milagro para curar en sábado, pues eso, en la mentalidad judaica, era trabajar y, por consiguiente, violar un precepto sagrado; algo tan ofensivo que no se le puede ocurrir a un judío.
Llama la atención, por otra parte, el estilo novedoso con el que se narran los milagros de Jesús. Se le atribuyen milagros hechos en nombre propio, en primera persona: “Yo te lo digo…”, “Yo te ordeno…”. Ningún judío se atrevía a hacer algo así: de hecho, en la Biblia los profetas (judíos) hacen milagros “en nombre de Yavhé” y luego los apóstoles (también judíos) los hacen “en nombre de Jesús”, pero nunca en nombre propio. Esto nos hace pensar en la verdad o historicidad de los milagros de Jesús.

¿JESUCRISTO ES DIOS?

Los evangelios son razonables y creíbles, porque hay en ellos hechos y dichos que, teniendo en cuenta la mentalidad y las costumbres judías, resultan imposibles de inventar para una primera comunidad apostólica que, precisamente, procedía del judaísmo. Si no es por fidelidad histórica, hay cosas escritas en los evangelios que no se entienden.
Pues bien, hay dos cosas imposibles de inventar para unos judíos y es que un hombre, y más un hombre judío como Jesús, se arrogue para sí el poder de perdonar pecados y  se ponga él mismo en el centro de la religión, reclamando el mismo trato que se da para Dios. Veamos:

1º) El poder de perdonar pecados es algo exclusivamente reservado a Dios, máxime en la mentalidad judaica. Atribuirse este poder supone para los judíos una blasfemia; les ofende tanto que no serían capaces de inventarlo. “¿Cómo habla así éste? ¡Blasfema! ¿Quién puede perdonar pecados sino sólo Dios?” (Mc 2, 7; Lc 5, 21). Por eso, entre otras cosas, condenaron a Jesús a la Cruz del Calvario: por supuesta blasfemia.
Pero Jesús, a quien cabría tomar como un loco “iluminado” por la pretensión de perdonar pecados, confirma sus dichos con sus hechos. “Pues, para que veáis que el Hijo del Hombre tiene poder en la Tierra para perdonar los pecados, dijo al paralítico: ‘Tú, levántate, carga con tu camilla y vete a tu casa’. Él se levantó y se fue a su casa” (Mt 9, 6; Mc 2, 10; Lc 5, 24). Es decir, si Jesús puede curar los males físicos (enfermedad), también tiene poder divino para curar los males espirituales (el pecado).


2º) Jesús se pone él mismo en el centro de la religión, reclamando para sí el mismo trato que para Dios. “El que quiera salvar su vida la perderá, pero el que la pierda por la salvará” (Mt 16, 25 y otras citas); “El que ama a su padre o a su madre más que a no es digno de (Mt 10, 37). A diferencia de otros fundadores de religión (como Mahoma, Buda, Confucio, etc.), no se limita a señalar o indicar un camino de salvación, sino que dice ser Él mismo el Camino. “Yo soy el Camino, la Verdad y la Vida; nadie va al Padre sino por Mí” (Jn 14, 16). Aceptarle o negarle a Él es aceptar o negar a Dios mismo. Podríamos pensar que es un iluminado que nos engaña. “Pero, si yo echo los demonios con el Espíritu de Dios, es señal de que ha llegado a vosotros el reino de Dios” (Mt 12, 8). En suma, las obras de Jesús, sus milagros, confirman su divinidad, pues, como bien dijo en otro momento, “por sus frutos los conoceréis” (Mt 7, 16; Lc 6, 44). Y veíamos en el anterior artículo la verdad histórica de los milagros de Jesús.

¿ES CRUEL EL DIOS DEL ANTIGUO TESTAMENTO?

El Dios del Antiguo Testamento es muy poco popular, pues aparece como un Dios que castiga, lleno de ira, que permite o alienta verdaderas tropelías humanas… Parece estar lejos del Dios bueno y misericordioso que conocemos por el cristianismo.
Parece. Pero no es así. Ese Dios aparentemente castigador y vengativo es el mismo que hizo con amor toda la Creación explicada en el Génesis (que también es Antiguo Testamento) y el que determinó salvar al hombre, después de la caída de Adán, mandando a su propio Hijo hasta la cruz, con el fin de hacernos ver a los hombres hasta qué extremos nos ama.
Ocurre que en el Antiguo Testamento Dios tenía que lidiar con un pueblo “de dura cerviz”, que, una vez tras otra, le ofende adorando a otros dioses falsos e inexistentes, a pesar de que constantemente Él había dado pruebas de su existencia y amor. Dice entonces el AT que Dios es un Dios “celoso”, porque es lógico: quien ama quiere ser amado. Y dice también que es un Dios que “castiga hasta la tercera o cuarta generación la iniquidad de los padres”, porque, a veces, la dureza del pecado hace que tengan que pasar generaciones hasta que el pueblo elegido se da cuenta de lo mal que vive lejos de su Dios, de cuánto le conviene volverse a Él.
Por supuesto, Dios lo intentó “por las buenas”, mandando constantemente profetas que anunciaban el verdadero camino a Israel; pero también constantemente, tras un tiempo de obediencia, el pueblo elegido acaba por rebelarse e irse tras otros dioses, tras “el becerro de oro”. No había manera. Así que Dios tuvo que intentarlo con otros medios, digamos que “por las malas”, recurriendo al castigo, porque era la única manera de hacer que los israelitas rectificaran de sus malos caminos.
Y es verdad que en el Antiguo Testamento se cometen tropelías humanas que, de alguna manera, parecen “bendecidas” por Dios; pero, más que bendecidas, tendríamos que hablar de “toleradas”, pues se trata de tiempos imperfectos, en los que el corazón del hombre está muy endurecido por el pecado, tras la primera caída de Adán. En su pedagógico plan de salvación, Dios “se adapta” a esa imperfección del hombre. Con Jesucristo, llegada la plenitud de los tiempos, es el momento de restaurar las cosas en su plan original, tal y como las diseñó Dios al principio de la Creación. Por eso, ahora no sólo no se puede ya matar o divorciarse, sino ni tan siquiera llamar imbécil a un hermano o desear la mujer del prójimo en el propio corazón. Es decir, el Antiguo Testamento era el tiempo de la Ley, a secas (una ley “adaptada”), pero el Nuevo Testamento es ya el tiempo del Amor, con mayúsculas, plenitud de la Ley.

¿HAY QUE RESPETAR TODAS LAS IDEAS?

Hay que respetar a todas las personas, pero no todas las ideas, pues defender eso es como pensar que también debemos respetar las aberrantes ideas de un terrorista o de alguien que quiere cargarse a un ser humano. Las ideas abortistas, por ejemplo, no pueden ser respetadas; las ideas que atentan contra la dignidad humana, contra la integridad, seguridad y la libertad de las personas no merecen el mismo respeto que las que favorecen esos principios. Pensar de otra manera es ser un relativista, es decir, creer que da igual una idea que su contraria, darles a ambas el mismo valor. No. Los cristianos animamos, ayudamos y amamos a las personas, pero nos rebelamos contra las ideas, también ajenas, que no respetan a la persona en cuanto sujeto de derechos y en cuanto hijo de Dios.
El problema es que somos tan relativistas que, bajo capa de tolerancia y democracia, acabamos consintiendo con el mal y eso no puede ser. No es lo mismo ni igualmente verdadera una idea que su contraria. Una idea respetará la dignidad y la libertad humana; la contraria, puede que no. Entonces, ¿hemos de permanecer indiferentes? Recordemos que la injusticia y el mal del mundo no es culpa, muchas veces, sólo de los “malos”, sino también de los “buenos” que dejan de actuar por complacencia o cobardía.
Evidentemente, los cristianos combatimos las ideas que no respetan la dignidad humana con otras ideas que intenten ser mejores, que intenten aportar más luz, y respetar esa dignidad; es decir, no nos vamos a poner a guerrear, pero tampoco a tolerar y a callar con el falso y cobarde argumento de que “yo soy muy tolerante, democrático y respetuoso” con las ideas de los demás. Más que respetuosos, somos miedosos y comodones, pues queremos también que otros no nos molesten con ideas nuevas e incómodas. Y, para conseguir eso, procuramos también no molestar, barnizando todo con la capa del  “respeto” a los demás.
Tenemos el gran inconveniente de que no creemos en la existencia de la verdad, ni siquiera la verdad que nos trae la ciencia, si no interesa, como sucede con el tema del aborto. Una cosa es la humildad de pensar que cada cual no tiene toda y la absoluta verdad y otra muy distinta pensar que no es posible tener absolutamente ninguna verdad, al amparo de los datos que nos dan la ciencia, el pensamiento lógico, el sentido común o la información de nuestros sentidos.
No es humano que no haya verdad, porque entonces son imposibles las convicciones que mueven el mundo. Nos faltan ideas claras y así vivimos sumidos en el gran mal de nuestra época: la ignorancia, las ideas difusas, el relativismo.

¿IR A MISA O SER BUENAS PERSONAS?

Una objeción bastante común que se hace hoy en día es que lo importante no es ir a misa, sino ser buenas personas. Aun reconociendo que hay buenas personas en los más variados credos e ideologías, tenemos que hacer algunas matizaciones y afirmaciones:
1º) El hombre ha sido creado primordialmente por Dios, no tanto para ser buena persona cuanto para alabar a su Creador, para darle gloria. La esencia del cristianismo no consiste en ser buenos, sino en seguir a Cristo, también a Cristo realmente presente en la Eucaristía, en la Santa Misa. Por lo tanto, no asistir a misa es privar a Dios de la gloria y alabanza que se merece como Creador y Redentor nuestro, en el máximo acto de adoración y acción de gracias que podemos ofrecerle, como es la Santa Misa.
2º) En la Santa Misa se nos da Dios mismo, en cuanto que, por la consagración que hace el sacerdote de las especies del Pan y del Vino, es Cristo mismo resucitado quien viene a nosotros y, si le recibimos en la comunión, a nuestra propia alma. La gracia de Cristo (en este caso, Cristo mismo) es necesaria para nuestra santificación, para ser buenos. Otra cosa es que libremente la aprovechemos o no. Sin Cristo, su doctrina y su gracia, puede suceder que hagamos cosas buenas, pero seamos contradictorios y, en medio de nuestra ‘bondad’, aprobemos aberraciones como el aborto, la eutanasia, el desorden sexual, etc.
3º) Alguien dirá que hay personas de misa y comunión diaria que no son tan buenas y que por eso él o ella no tienen ‘necesidad’ de acudir a misa. Esas personas de misa diaria que no son buenas, desde luego, tienen que “arreglarse”, porque no aprovechan bien la gracia de Dios, tampoco la que reciben en la misa, y son motivo de escándalo. En la vida, intervienen tanto la gracia como la libertad humana (y el pecado). Ahora bien, compararnos con los demás es mal síntoma, una actitud un tanto mezquina o negativa. Nuestro término de comparación tiene que ser Cristo (yo me comparo con Cristo y no con los demás). Cuando descubro eso, descubro también cuánto me falta para ser tan santo como el Señor y cuánta necesidad tengo de Él y de su gracia (también de la gracia que nos da en la Santa Misa) para ser un poquito mejor.
4º) Todo lo anterior no quita para que, si hay un motivo serio, verdaderamente justificado (cuidado de ancianos o de niños, enfermedad, etc.), hay casos en los que un cristiano católico no está obligado a asistir a misa (CEC, nº 2181). Ahora bien, no nos busquemos excusas fáciles, porque, para justificarnos, siempre tenemos tiempo. Si no podemos ir a misa de verdad por cualquier motivo, hagamos alguna práctica sustitutoria (rezo del rosario, obra de piedad, asistir a misa entre semana –si fuera posible-) que pruebe nuestra rectitud de intención. Otra cosa puede indicar que nos estamos buscando un subterfugio para encubrir nuestra pereza o nuestra mala disposición.

¿PLURALISMO DENTRO DE LA IGLESIA?

Muchas veces se habla de pluralismo dentro de la Iglesia referido a pluralidad de carismas, de modos de hacer, de personas… Eso está muy bien y es legítimo, ya que pluralidad es opuesto a uniformidad. En el seno de la Iglesia, hay muchos estilos válidos, a condición de que, entre todos ellos, haya unidad en lo sustancial: en la fe, en la doctrina y en la moral que se predican o que se viven. Así pues, no hay una sola forma (que es lo que indica el término uni-forme) de vivir o predicar la misma y unitaria fe: en ese sentido, podemos hablar de un sano pluralismo.
Ahora bien, en otros momentos existe el peligro de que invoquemos el pluralismo para hacer dentro de la Iglesia lo que nos viene en gana, al margen de la unidad en lo sustancial, en la fe y en la moral. Pluralismo equivaldría aquí a pluralidad de opiniones, de doctrinas, de teologías…, incluso en aquellas materias que no son opinables para un católico, por tratarse de cuestiones de fe o costumbres sobre las cuales la autoridad de la Iglesia ya se ha pronunciado y emitido un juicio en nombre de Cristo. Estamos aquí ante un insano pluralismo; insano, porque atenta contra la unidad sustancial de la Iglesia, es motivo de confusión para muchos fieles y escándalo para no pocas personas que, viendo la división eclesial, rehúsan acercarse a la fe.
Por lo tanto, cuando, dentro de la Iglesia, algunos piden respeto al pluralismo, hay que discernir muy bien de qué tipo de pluralismo están hablando: si es del primer tipo aquí explicado, merecen todo el respeto del mundo, pero, si es del segundo tipo, no, porque, al fin y al cabo, de este modo hacen un daño enorme a los fieles. No es católico que cada cual, en lo sustancial, vaya por libre; lo correcto es que todo miembro de la Iglesia (sea seglar, sacerdote, teólogo, obispo…) siga las directrices del mismo Concilio Vaticano II, que pedía un espíritu de obediencia religiosa a los Obispos y, particularmente, al Papa, aun cuando éste no hable ex cátedra (Const. Dogm. Lumen Gentium, nº 25).
En el fondo de este último pluralismo (el que hemos calificado de insano) puede estar un deseo más o menos intenso de “libre examen” o “libre conciencia” que tiene cierta aversión a la autoridad. Pero ese libre examen es más propio del protestantismo que del catolicismo, donde la autoridad de Cristo existe y se ejerce de forma vicaria o delegada por el Papa y los obispos en comunión con él. No olvidemos las palabras de Jesús a Pedro: “Lo que ates en la Tierra, atado será en los cielos; lo que desates en la Tierra, desatado será en los cielos”. Por lo tanto, la clave en la vida de la Iglesia tendrá que estar en este lema que proponemos: pluriformidad en la unidad.

¿QUÉ ES LA GRACIA?

La gracia es Dios mismo que se nos da, que vive en nosotros. Cuando decimos que una persona “está en gracia”, estamos diciendo que en ella, dentro de ella, habita Dios mismo de una manera íntima y especial. Se convierte en una especie de Sagrario, de Templo donde in-habita Dios. “Si alguno de vosotros me ama, mi Padre lo amará; vendremos y haremos morada en él”, decía Jesucristo (Jn 14, 23). Esa situación se da cuando no tenemos pecados mortales. Bien lo experimentó San Pablo en su vida, al afirmar: “Yo ya no vivo; es Cristo quien vive en mí” (Gál 2, 20). La persona conducida por la gracia es una persona conducida o dirigida por Cristo mismo, por Dios mismo, por la Santísima Trinidad que mora en ella.
Quien acostumbra a vivir habitualmente en gracia de Dios es fácil que lo note, que tenga la íntima experiencia personal de esa peculiar presencia divina en su alma, en su corazón, en su interior. En efecto, Dios –lo hemos dicho aquí en alguna ocasión- es como el viento: no se le ve, pero se le siente (en el interior de cada uno). De modo particular, esto sucede cuando hay un esfuerzo habitual por estar cerca de Él, a través de la oración, de los sacramentos, la práctica de algún tipo de penitencia (aunque sea pequeño) o la lucha por llevar una vida coherente con la fe que se profesa.
Por lo tanto, insistimos, hay un modo sencillo de “tocar” a Dios, aunque no le veamos: procurar vivir siempre en gracia (sin pecados mortales) y acudir frecuentemente a las fuentes donde está esa gracia, sobre todo, a la oración y a los sacramentos, y, dentro de éstos últimos, de manera especial, a la Confesión y a la Eucaristía.
En suma, es posible disfrutar de Dios en la intimidad de cada uno, sentir gozo y deleite por las cosas divinas, porque el Espiritu de Dios (Dios mismo) habita y “aletea” dentro de nosotros en forma de alegría, paz profunda, seguridad, fortaleza… etc. Hay una presencia íntima de Dios en el alma (en la persona) en gracia que experimentan muchos cristianos y que se rompe con el pecado mortal, aunque se puede recuperar cuando nos arrepentimos y confesamos sacramentalmente.
La gracia no es, pues, un “algo” que Dios da, sino un “Alguien”, Dios que se da; no es tampoco, por lo tanto, un fluido, una corriente especial entre Dios y el hombre, sino Él mismo que viene como don. Por eso, la gracia es lo más grande que puede tener una persona, porque es tenerle a Él, y constituye un anticipo del Cielo, donde le poseeremos en plenitud. Como decía San Pablo: “Ahora le vemos como en un espejo, confusamente, pero entonces le veremos cara a cara” (1 Cor 13, 12).

ESPAÑA, ¿UN ESTADO LAICO?

España no es constitucionalmente un Estado laico, sino un estado aconfesional, que es una cosa muy distinta. El artículo 16.3  de nuestra Carta Magna, dice: “Ninguna confesión tendrá carácter estatal". Es decir, ni siquiera se menciona expresamente que somos un “Estado aconfesional”, expresión que deducimos tan sólo de lo aquí expuesto respecto a que ninguna confesión, ningún credo, puede tener carácter estatal. Lo que está claro es que nuestra Ley de leyes no dice en ningún sitio que España es un Estado laico. Reto a cualquier lector interesado a buscarlo en el texto constitucional. No lo encontrará.
Ahora bien, que España no tenga un credo oficial no significa que desprecie la religión, el hecho religioso, pues el mismo artículo 16. 3 de la Carta Magna afirma acto seguido: “Los poderes públicos tendrán en cuenta las creencias religiosas de la sociedad española y mantendrán las consiguientes relaciones de cooperación con la Iglesia Católica y las demás confesiones”. Esto tiene su miga, porque significa que la Constitución manda a los poderes públicos:
1º) Tener en cuenta las creencias religiosas de los españoles, es decir, prestar un mínimo de atención al hecho religioso, en función de las creencias que tienen los españoles.
2º) Cooperar con la Iglesia Católica (mencionada en primer lugar) y también con otras confesiones (a las que se alude en segundo lugar). Es un planteamiento contrario al que defienden hoy muchos laicistas, que no sólo no quieren cooperar con la Iglesia Católica, sino que pretenden marginarla de la esfera pública. Lo que manda la Constitución no supone un privilegio para la Iglesia: es la lógica consecuencia de un hecho sociológico tan claro como que, si alguna religión profesan los españoles de forma mayoritaria (aunque la practiquen poco), es la religión católica. Por eso hay que prestarle la debida atención. Y cooperación vale también para el ámbito económico, porque la Constitución no concreta en qué campos se debe colaborar, por lo que se supone que es en todos.
Por eso, los laicistas, en España, no tienen argumentos, a no ser que cambien la Constitución a su gusto, para lo que necesitan una amplísima mayoría. Los católicos debemos defender siempre nuestros derechos constitucionales. Ante el intento de relegar nuestras creencias al ámbito de lo privado, ante los intentos de quitar crucifijos y otras imposiciones anti-democráticas, podemos esgrimir el artículo 16.2 de nuestro ordenamiento constitucional, que dice: “Se garantiza la libertad ideológica, religiosa y de culto de los individuos y las comunidades sin más limitación, en sus manifestaciones, que la necesaria para el mantenimiento del orden público protegido por la Ley”. Así pues, la Constitución ampara que manifestemos públicamente nuestra fe privada, entre otras cosas, porque también consagra la libertad de expresión (art. 20).

¿HÁGASE TU VOLUNTAD?

En el Padrenuestro, hay una petición al Padre que conviene comentar: “Hágase tu voluntad, en la Tierra como en el Cielo”. Además, en la vida espiritual es muy socorrido (y acertado) afirmar que tenemos que cumplir la voluntad de Dios. ¿Su voluntad? ¿Por qué? ¿No puedo hacer yo en cada momento lo que me apetezca? ¿Acaso es Dios un ser arbitrario, un tirano caprichoso que me impone a cada momento lo que tengo que hacer?
Conviene aclarar que la voluntad de Dios no es como puede llegar a ser la nuestra, una voluntad caprichosa y porque sí. No. Dios es bueno, no arbitrario, y tiene una voluntad muy bien regulada por su infinita sabiduría, por su inteligencia infinita; de modo que lo que Dios quiere es porque Él sabe que es lo mejor, aunque a nosotros nos parezca otra cosa. En suma, Dios tiene sabias y sobradas razones para querer lo que quiere, para hacer lo que hace, para permitir lo que permite o para pedir lo que pide.
La infinita sabiduría de Dios (que llega, incluso, a escribir derecho con renglones “torcidos”) no cabe en nuestra limitada cabeza y por eso la voluntad divina nos es muchas veces ininteligible. Es como querer meter toda el agua del mar en un simple hoyo cavado en la arena de la playa. Ahora bien, eso no significa que Dios haga propiamente “lo que le da la gana” (en el mal sentido de la expresión), sino tan sólo lo que Él sabe que está bien, lo que Él sabe que es lo mejor.
Por eso, dada nuestra limitación humana opuesta a la infinita sabiduría de Dios, nos conviene a los hombres tener una actitud permanente de confianza. “Hágase, Señor, tu voluntad, porque yo, en el fondo, no sé, pero tú sí que sabes y, además, eres bueno”. El niño no sabe ni entiende muchas veces por qué su padre le lleva donde éste quiere, pero confía y le es natural ir agarrado de su mano. Igual debemos hacer nosotros con Dios, confiando en que Él es infinitamente sabio y bueno; no sólo eso, sino que, además, se nos ha revelado como Padre; un padre que quiere lo mejor para nosotros.
De ahí que, cuando nos vaya bien, será oportuno y bueno dar gracias y decir: “Hágase tu voluntad”; y, cuando aparentemente las cosas se tuercen, es el momento de confiar más, si cabe, y decir: “Hágase tu voluntad, Señor, porque tú sabes más” o “Sagrado Corazón de Jesús, en ti confío”. Esta actitud humilde y verdadera se contrapone a la soberbia de pretender que Dios haga exclusivamente nuestra torpe y muchas veces inconveniente voluntad: somos nosotros los que debemos cumplir la sabia, aunque a veces ininteligible, voluntad divina. “Sí, Señor: hágase tu voluntad, en la Tierra como en Cielo, por tu inmensa  bondad, justicia y sabiduría; por los siglos de los siglos. Amén”.

¿DIVORCIO?

La Iglesia está en contra del divorcio, en primer lugar, porque Jesucristo expresamente lo rechazó en el capítulo 10 de San Marcos o en el 19 de San Mateo. Cuando los discípulos preguntan a Jesús cómo entonces permitió Moisés el divorcio en la Ley del Antiguo Testamento, el Señor responde: “Por la dureza de vuestro corazón os lo permitió Moisés, pero en el principio no fue así” (Mt 19, 8; Mc 10, 5). Es decir, la pedagogía divina hace una revelación progresiva y por ello tolera en la Historia de la Salvación ciertos males (entre ellos, el divorcio), adaptándose momentáneamente a los hábitos o costumbres que el pecado ha ido generando con el tiempo (lo que Jesús llama la “dureza de corazón”); pero, en la plenitud de los tiempos, cuando llegan Jesucristo y el Nuevo Testamento, se trata de males que ya no se toleran, sino que se combaten, pues ya no rige la Ley a secas, sino la cumbre de la Ley, que es el amor.
“En el principio no fue así”, esto es, cuando Dios creó el mundo no pensó en el divorcio. Todo lo contrario. El Génesis dice: “Se unirá el hombre a su mujer y serán los dos una sola carne (Gen 2, 24)”. “Lo que Dios unió no lo separe el hombre”, añade Jesús (Mc 10, 9; Mt 19, 6). Más claro, agua.
Por lo tanto, cuando se critica a la Iglesia por rechazar el divorcio, se olvida que ella es la primera oyente, servidora y cumplidora de la Palabra de Dios. La Iglesia no está por encima de la Sagrada Escritura, sino que es al revés: la Sagrada Escritura está por encima de la Iglesia, pues en ella nos habla Dios. Hay, pues, una razón sobrenatural, divina (que, a veces, se nos olvida) por la cual la Iglesia rechaza el divorcio: que Dios no lo quiere y así está explícitamente señalado en la Biblia.
Pero es que, además, y en segundo lugar, la experiencia de miles de personas que han decidido divorciarse puede corroborar que el divorcio, aparentemente, resuelve un problema, pero genera otros, de modo particular si hay hijos de por medio (como sucede en la mayoría de los casos). El divorcio desestructura la familia, suele traer consigo apreturas económicas para alguna de las partes, eleva el porcentaje de niños con fracaso escolar o con otros problemas… No puede ser bueno.
Hoy en día, existen en casi todas las diócesis los Centros de Orientación Familiar (COF), integrados por profesionales capacitados, que, según indican los datos, logran resolver hasta el 80 % de los casos de crisis matrimonial. Así pues, hay que tener el valor de pedir ayuda cuando se necesita, pues el matrimonio es una tarea diaria por alimentar el amor y por resolver las posibles dificultades que vayan surgiendo. Aprovechemos, por lo tanto, este noble apoyo que la Iglesia brinda a las familias como parte de su contribución al bien común de la sociedad. Porque la Iglesia plantea exigencias, pero intenta también ofrecer soluciones.

¿QUÉ ES MATRIMONIO NULO?

Alguna vez ya hemos tratado en esta sección sobre las nulidades matrimoniales, pero queremos insistir sobre dicha cuestión, tan importante, pues, tal y como está la sociedad hoy en día (con tantas separaciones y divorcios), los católicos tenemos que tener unas cuantas ideas claras:
1º) La Iglesia, siguiendo la doctrina de Jesucristo (Capítulo 10 de San Marcos y 19 de San Mateo) rechaza el divorcio, como bien sabemos todos.
2º) En coherencia con lo anterior, la Iglesia propiamente no “anula” matrimonios, es decir, no los rompe, no hace que deje de existir lo que ya existe (el vínculo jurídico matrimonial). La Iglesia tan solo “declara nulo” un matrimonio; dice que no existió, aunque aparentemente se celebrara. Por lo tanto, no es lo mismo anular, romper, que declarar nulo, inexistente, cuando se dan una serie de motivos que ya expusimos aquí en otro momento. Esto último (declarar nulo) es lo que sí hace la Iglesia.
3º) El matrimonio “goza del favor del Derecho [canónico], por lo que, en la duda, se ha de estar por la validez del matrimonio, mientras no se pruebe lo contrario” (canon 1060). Esto implica:
a)      Que la Iglesia quiere defender firmemente el vínculo matrimonial, hasta el punto de que lo da por válido mientras no se pruebe que ha sido inválido; es decir, le otorga el beneficio de la duda.
b)      Consecuencia de lo anterior es que hay que probar que no ha existido matrimonio para que haya sentencia de nulidad. Y se debe proceder aquí con el máximo rigor, buscando la verdad, por encima de otros intereses. Además, tiene que haber dos sentencias afirmativas de nulidad de dos organismos distintos para que ésta tenga plenos efectos (por ejemplo, Tribunal diocesano + Tribunal de la Rota).
4º) El matrimonio es una vocación humana y cristiana, con sus gozos, alegrías, exigencias y dificultades. Supone un compromiso libremente asumido por dos personas, hombre y mujer; en esa medida, la primera obligación moral de ambos cónyuges es luchar por sacar el matrimonio adelante, aun en los momentos de crisis. Ahora bien, a veces resulta imposible continuar la convivencia. Entonces, para determinados casos, la Iglesia permite la separación (dejar de cohabitar), pero nunca el divorcio (romper el vínculo) ni casarse con otra persona. En este sentido, dice el Derecho Canónico: “Si alguno de los cónyuges adultera o pone al otro o a los hijos en grave peligro corporal o espiritual o de otro modo hace demasiado dura la vida en común, proporciona un motivo legítimo para separarse” (canon 1153).
Muchos matrimonios se rompen porque alguno de los dos tenía un impedimento (madurez, falta de pleno consentimiento, capacidad psíquica…) que ha llevado a hacer la vida en común insoportable. Merece la pena recurrir en esos casos a la vía canónica, en lugar de recurrir al divorcio civil que, al fin y al cabo, no es conforme con el plan de Dios.

¿CUIDAR NUESTRAS CELEBRACIONES?

“La gente no va a misa”, solemos decir, a veces, con pesar. Pero hagamos autocrítica: ¿son nuestras celebraciones atractivas o las hacemos pesadas, largas y aburridas? Yo creo que algunas cosas podríamos mejorar:

1º) LAS HOMILÍAS: Da la impresión de que, a veces, no se prepara bien la homilía, de modo que el sacerdote, más o menos, improvisa y esto lleva a discursos largos, monótonos y repetitivos que en muchas ocasiones, además, no dicen nada. El Espíritu Santo ayuda, pero no está obligado a suplir nuestra pereza o negligencia; en todo caso, suele emplearse un lenguaje excesivamente clerical que la gente no entiende o bien un lenguaje demasiado genérico que se queda en vaguedades (expresiones como ‘hay que amar a los hermanos’, sin concretar cómo, qué cosas concretas puedo hacer para amar más y mejor). A mi pobre juicio, lo ideal sería una homilía más bien corta (no más de 10 minutos y, a poder ser, menos), directa y al grano, con dos o, a lo sumo, tres ideas concretas, bien engarzadas y bien expresadas (con claridad y con un lenguaje fresco, natural, no clerical). Si es preciso, podemos tenerla por escrito
2º) EL RITMO: Si el ritmo de la celebración no es ágil, ésta se vuelve pesada (no digamos nada cuando, además, la homilía ha sido un ‘plomo’). Por ahí se nos puede ir mucha gente de la misa. Entiendo que se puede hacer una celebración muy digna, con una cuidada liturgia y un buen canto, sin que dure más de media hora. Es verdad que, cuando la liturgia y el canto son bellos, la misa puede durar más sin ser pesada. Pero lo bueno, si breve, dos veces bueno, y más en nuestros días en que no sobra el amor por Dios.
3º) EL CANTO: Conviene preparar bien y con antelación la parte musical de nuestras celebraciones. A veces, se discute si misas con guitarras o sólo con órgano. Yo soy partidario de las dos, pues ambos tienen su momento y nos pueden hacer un buen papel. Resulta conveniente no despreciar el consejo o las sugerencias de la gente que entiende, máxime si son profesionales que saben cómo dar más esplendor a la celebración. Las cosas bien hechas llevan más a Dios y no debemos confundir lo sencillo con lo mediocre o mal hecho. Hay composiciones sacras de grandes autores escritas precisamente para la misa o para funciones religiosas que podemos aprovechar, al menos, de vez en cuando. No se trata de dar un concierto, sino de darle a Dios lo mejor, pues, además, casi todo el mundo aprecia lo bueno y lo bueno lleva a Dios.
4º) LA LITURGIA: Las formas tienen su importancia: los ropajes, la incensación, la dignidad de los objetos de culto, la solemnidad de los gestos, la unción con que se celebra… son medios que ayudan a meterse en Dios. Hay una  urbanidad de la piedad, unos modales. No los minusvaloremos.

¿DIOS ES MISERICORDIOSO?

Sí, Dios es misericordioso, pero entiéndase bien esta expresión, porque aquí queremos resaltar algo obvio: Dios es bueno, es misericordioso, pero no tonto. Hay gente que piensa que, como Dios es misericordioso, nos va a perdonar todo y entonces nosotros tenemos carta libre para hacer en esta vida lo que nos dé la gana. Grave error, que, como  mínimo, refleja una mentalidad de querer aprovecharse de Dios, de su bondad, de su misericordia. Dios nos perdonará todo sólo si nos arrepentimos de verdad y, de ordinario, si confesamos nuestro pecado sacramentalmente. No olvidemos que, con nuestro pecado, ofendemos a Dios y que todo ofendido tiene derecho a poner las condiciones para perdonar. En nuestro caso, las condiciones ordinarias son que haya arrepentimiento con propósito de enmienda y que digamos los pecados al confesor.
Hay una regla de oro, a mi entender: no puede haber misericordia sin justicia, porque entonces Dios faltaría también a la verdad (es decir, a la verdad de lo que han sido nuestras libres acciones); del mismo modo, no puede haber justicia sin misericordia, porque entonces imperaría la ley del palo, la ley del Talión (ojo por ojo, diente por diente) y eso mismo sería cruel e injusto. Lo adecuado es, quizá, pensar que en Dios la justicia está regulada, medida, por su misericordia, la cual es en Él un valor superior. En suma, lo más grande del corazón de Dios es su misericordia, pero eso no significa que prescinda de la justicia, pues, de lo contrario, sería un Dios falso, injusto, al que le da igual una acción buena que otra mala; le daría igual, en definitiva, la libertad del hombre. Y Dios puede ser muchas cosas, pero, desde luego, no es relativista.
¿Cómo será entonces el juicio de Dios? Desde luego, es difícil conocerlo al detalle, pero estoy convencido de que Dios será espléndido, muy espléndido, con nuestras buenas obras, pues, de hecho, nos ha prometido en el Evangelio el ciento por uno. ¿Y con nuestros pecados, con nuestras malas obras? Dios, a mi humilde parecer, aplicará con ellas una justicia medida por su misericordia, lo que significa que tendrá en cuenta todas las circunstancias atenuantes y eximentes que se puedan aplicar a nuestro favor, siempre conforme a verdad y no conforme a mentira o invención. Cualquier resquicio de arrepentimiento con que hayamos partido de este mundo pesará, más bien, a nuestro favor; lo mismo que el bien que hayamos hecho o el sufrimiento, la cruz (siempre redentora) que hayamos vivido u ofrecido: pienso que ayudarán a nuestra salvación y serán remedio de nuestros pecados.
En definitiva, es inimaginable el juicio de Dios o los parámetros con que nos medirá, pero nadie estará donde no lo merezca. El juicio de Dios será un juicio justo. Ésa es nuestra mayor tranquilidad y, probablemente, una de sus mejores misericordias.

EL PAPA, ¿JEFE DE ESTADO?

Sí. El Papa es Jefe temporal de un minúsculo Estado, el Estado del Vaticano. No es afán de poder, al menos en nuestros días. Independientemente de los avatares históricos que han llevado a la Iglesia a la peculiar situación de regir un territorio civil, hay que caer en la cuenta de las ventajas que esto reporta hoy en día, habida cuenta de que el Papa, las más de las veces, no se comporta como un soberano al uso. En efecto, se puede decir que a la Iglesia le viene bien tener un Estado internacionalmente reconocido, porque, gracias a eso, puede establecer relaciones diplomáticas con los distintos países al más alto nivel, no para acaparar poder ni otras glorias, sino para servir a la paz y al bien común de la humanidad; en definitiva, para servir a la gloria de Dios, a la misión evangelizadora de la Iglesia y al bien de los hombres.
Por poner algún ejemplo, en la Alemania de Hitler, la Santa Sede fue capaz de salvar muchas vidas gracias a sus secretos contactos diplomáticos que, quizás, hubieran sido más complicados de no ser por el hecho de que la Ciudad del Vaticano constituye un Estado; en nuestros días, la Santa Sede tiene voz y voto en algunos organismos internacionales de relevancia precisamente porque es un Estado. Los viajes del Papa a los distintos países del mundo se facilitan mucho por el hecho de ser un Jefe de Estado. De alguna manera, regir un Estado da a la Iglesia mayor capacidad de influencia internacional, un ‘poder’ que se utiliza para hacer el bien, conforme a las premisas del Evangelio, y no en beneficio propio. Un poder que, en definitiva, es más un servicio. La Iglesia puede ser, de ese modo, una voz clara, una conciencia moral, en asuntos globales y en otros que afectan a los hombres, hijos de Dios.
No hay ninguna otra religión más que la católica que tenga un cuerpo diplomático, por otra parte tan extenso, de tanta fama y prestigio, de tanta eficacia y buen hacer, fruto de una experiencia acumulada durante más de 2.000 años. Señala John L. Allen, biógrafo de Benedicto XVI,  que 193 países mantienen relaciones diplomáticas con la Santa Sede y que tan sólo unos pocos (como Vietnam, Corea del Norte, Arabia Saudí e Irán) no las tienen. Esto sitúa a la Santa Sede en una situación de privilegio internacional para difundir el bien, la paz y los valores del Evangelio, también entre países de mayoría musulmana o de otros credos.
Por eso, antes de criticar este aspecto nos viene bien saber por qué se da. La Iglesia, al mantener un Estado, no quiere poder, sino sólo servir mejor a Dios y a los hombres.

¿BASTA CON TENER BUENA INTENCIÓN?

La buena intención es necesaria, pero no suficiente, tanto en la vida como en la fe o la moral, pues, además de buena fe, hay que adquirir competencia y formación, es decir, hay que hacer las cosas bien. Es como si en el ámbito profesional decimos que cometemos uno o varios errores con muy buena intención: el jefe nos dirá que tenemos que poner los medios para no errar más, pues, de lo contrario, nos pueden echar a la calle.
En el plano humano, puede haber determinadas personas que se dediquen con muy buena fe a los pobres o a los demás, pero, si no lo hacen con un mínimo de competencia, están dejando de hacer todo el bien que podrían. Lo mismo unos padres que educan a sus hijos sólo con su buena disposición natural, sin formarse para formar: realizan una omisión importante; o el catequista que se dedica a dar catequesis sin la debida profundización en la fe, en la doctrina y en la moral de la Iglesia, basándose sólo en su mera religiosidad natural. No sabrá contestar a las preguntas de los chavales y no podrá hacer el bien que debiera. Tiene que adquirir competencia, hacer las cosas bien y no sólo con buena intención.
Del mismo modo, en el ámbito moral-religioso hay gente que peca y cree hacerlo “de buena fe”, es decir, sin mala intención, pues no se considera mala persona. Voluntaria o involuntariamente, le falta competencia doctrinal o moral. Si la “buena fe” es una excusa para hacer lo que a cada uno le viene en gana, se puede dudar de que haya buena intención, pues lo único que se desea es hacer lo que yo quiero, no lo que Dios quiere o manda a través de los mandamientos o de la Iglesia. Es decir, la presunta “buena fe” puede ser una “tapadera” de nuestro egoísmo o de nuestro orgullo (pues pensamos que a mí no me manda nadie y yo decido mi vida moral, al margen de Dios y de su Iglesia).
Además, cuando se actúa “de buena fe” por ignorancia, hay que discernir si se trata de una ignorancia vencible (y, por lo tanto, culpable, porque no se ha querido poner los medios para formarse bien) o de una ignorancia invencible (y, por lo tanto, disculpable, pues, habiendo puesto los medios para formarse bien, uno no sabe que hace un mal). En nuestra sociedad occidental, tenemos información y medios más que suficientes para afirmar que “querer es poder”, es decir, que quien quiere obrar de forma cristiana y moralmente recta o correcta posee múltiples medios para formarse e informarse de forma adecuada: el Catecismo Universal, las publicaciones religiosas, las charlas, la dirección espiritual, la parroquia, la catequesis, los movimientos apostólicos aprobados por la Iglesia, los buenos libros de doctrina o espiritualidad, etc.
Por eso, hay que tener mucho cuidado, para lo humano y lo divino, en invocar la buena fe, la buena intención, no sea que nos estemos escudando en ella para justificar nuestra pereza en formarnos adecuadamente, en adquirir la debida competencia personal, profesional, moral o doctrinal.

¿ES MÁS PRÁCTICO CREER O NO CREER?

Es más práctico creer, porque:
1º) Si Dios existe, el que cree está en lo cierto y gana todo lo que Dios le tiene prometido, en caso de que sepa adecuar su conducta a su fe.
2º) Si Dios no existe, el que cree, al menos, habrá tenido mimbres para dar un sentido, una ilusión y una esperanza en esta vida (creer le habrá servido para algo). Como mínimo, el cristianismo le habrá proporcionado un alto ideal de vida que, aplicado a uno mismo, le debería llevar a luchar por superar los propios defectos, a ser mejor persona y a ser más generoso y feliz. Se habrá privado de algunas cosas, pero también los ateos tienen que hacerlo para conseguir determinados fines; y habrá disfrutado de los muchos placeres nobles que ofrece esta vida (una buena lectura, una buena película, una buena conversación, una buena comida, el amor, la amistad, un amanecer, un bello paisaje, el sexo dentro del matrimonio…). No se habrá dado a la esclavitud del libertinaje y, en la hora de la muerte, como mucho irá a la nada y no se enterará (aunque, por otra parte, ya sería triste que todo esto tan bien llevado acabase en nada).
En cambio, el que voluntariamente no cree:
1º) Si Dios existe, puede que lo tenga difícil para salvarse, pues quien rechaza a Dios se rechaza a sí mismo para la otra vida.
2º) Si Dios no existe, estará en lo cierto, pero habrá pasado por esta vida sin más pena ni gloria o quizá con más penas sin sentido que glorias. Se dedicará a sobrevivir en esta vida, “a ir tirando”. No tendrá grandes incentivos para la generosidad, para ser mejor, para luchar contra sus propios defectos. Es más fácil que lleve una vida “light” y, por lo tanto, más triste, menos feliz, con menos sentido.
Tenemos que caer en la cuenta de que esta vida es distinta con fe o sin ella. Y también lo será la otra. El que tiene fe, tiene esperanza y el que tiene esperanza tiene un motivo para la caridad, para amar, para luchar y sufrir (cuando es menester) en esta vida. El que tiene fe, espera en el Cielo y quien espera en el Cielo cree que no tiene que amarrar egoístamente todo el sorbo de placer de esta vida, pues después le queda una eternidad para disfrutar. Se puede dar más fácilmente a amar a los demás, a no pensar en el egoísmo de acaparar todo en esta vida, aun a costa de pisar a los otros.
En cambio, si no tengo fe, no hay esperanza, pero, si no hay esperanza, tengo que darme a la ansiedad de apurar hasta la última gota de placer que me ofrece este mundo, porque luego, cuando me muera, pienso que ya no podré disfrutar. Comamos y bebamos que mañana moriremos. Me puede dar igual pisar a otros con tal de amarrar todo lo que pueda para mí en esta vida. La falta de fe nos puede llevar fácilmente a la falta de caridad, porque nos falta la esperanza.
En suma, es mejor, mucho más práctico y útil, sin lugar a dudas, creer que no creer. Pensémoslo.

jueves, 9 de febrero de 2012

¿DEBE METERSE LA IGLESIA EN POLÍTICA?

Si entendemos por política la actividad de toma de decisiones que lleva a cabo un gobernante o un Parlamento, ciertamente no es ésa una tarea ni misión propia de la Iglesia. Un cura o un obispo no pueden hacer de Presidentes del Gobierno, de ministros o de diputados; ni tampoco influir activamente para que se aplique una política “de color” rojo, verde, azul o morado. No es de su competencia, por ejemplo, establecer ni decir cuántos millones de euros se dedican a un apartado o a otro; si se hace una autovía o no (y por dónde debe transcurrir el trazado); establecer cómo se organiza la sanidad, la educación o la economía… Eso son decisiones que tienen que tomar los políticos, los gobernantes, que para eso están.
La autonomía de las realidades temporales y religiosas es algo reconocido a día de hoy por la Iglesia misma, hasta el punto de prohibir expresamente a los clérigos su participación en política. Efectivamente, dice así el Código de Derecho Canónico: “Les está prohibido a los clérigos aceptar aquellos cargos públicos que llevan consigo una participación en el ejercicio de la potestad civil” (canon 285.3); “[Los clérigos] no han de participar activamente en los partidos políticos ni en la dirección de asociaciones sindicales, a no ser que, según el juicio de la autoridad eclesiástica competente, lo exijan la defensa de los derechos de la Iglesia o la promoción del bien común” (canon 287.2). La cosa está muy clara.
Ahora bien, abstenerse de participar o influir activamente en el ejercicio de la política no significa incapacidad o inhabilitación para opinar (como cualquier ciudadano en democracia) y hacerlo, igual que todo el mundo, desde las propias convicciones o valores. La Iglesia no decide (ni debe hacerlo) cuáles son las leyes ni las políticas que se aplican, pero pretender acallar su opinión y su voz (una más, por lo menos, entre los diversos estamentos sociales) constituiría una actitud muy poco democrática, de tipo totalitario. Si un Colegio Profesional, un colectivo de actores o de cantantes o cualquier otro grupo social puede protestar o decir su opinión ante determinadas leyes, políticas o actitudes de los gobernantes, parece incoherente pensar que la Iglesia (tan parte de la sociedad como dichas asociaciones) tenga que permanecer callada, cuando cree que esas decisiones afectan al bien común o a los derechos de las personas.
Suele decirse que los obispos se meten en política, pero no es verdad: se meten en los valores o dimensiones morales que tienen las leyes y las decisiones políticas, cuestión que sí resulta de su competencia, en cuanto defensores de la persona, hija de Dios (de su integridad, de su libertad, de su dignidad…). La política no es competencia de la Iglesia, pero la moral, sí, y casi todos los aspectos políticos, sociales, científicos… tienen implicaciones de tipo moral, sobre los que la Iglesia puede y debe pronunciarse.
Además, hay que desenmascarar el doble rasero de quienes critican o dicen que la Iglesia no debe meterse en política y que, por otra parte, suelen ser, muchas veces, los mismos que sí se creen con derecho a decirle cuál debe ser su “política” o doctrina con los curas célibes o casados, con la ordenación de mujeres, con la anti-concepción, el aborto, la sexualidad, con su organización jerárquica o (le piden) democrática… Incluso, le dicen que en tal o cual cuestión (por ejemplo, en política, valga la redundancia) no debe meterse; o le dicen, de manera muy vehemente (y hasta impositiva) que relegue su fe a las sacristías o tan solo al ámbito privado… Resumiendo: estas personas demandan a la Iglesia que no se meta en los asuntos públicos de la política, pero ellas mismas acostumbran a meterse en los asuntos de la Iglesia, las más de las veces sin tener la menor idea, porque, ya lo dice el refrán: “la ignorancia es osada”.
Y, en segundo lugar, parece incongruente exigir que los católicos o los cristianos releguemos, sin más, nuestra fe al ámbito privado, a las sacristías, sin que nuestras ideas influyan exteriormente. La religión conforma unos valores, una idea del hombre, de la sociedad, de las leyes… tan defendibles públicamente como los de quienes opinan lo contrario que nosotros. En suma, tenemos derecho a luchar por reunir la mayoría democrática o usar los medios legítimos de protesta que cambien las leyes y la sociedad conforme a nuestras convicciones, igual que el resto de ciudadanos. Lo contrario sería establecer una esquizofrenia entre el interior y el exterior de la persona; como si alguien, por ejemplo, tuviera profundas convicciones social-demócratas y no quisiera conformar la sociedad de acuerdo con ellas. Dejemos de pedir peras al olmo…

miércoles, 8 de febrero de 2012

¿PEDERASTIA DENTRO DE LA IGLESIA?

Ante los muy lamentables casos de pederastia o encubrimiento dentro de la misma Iglesia, los cristianos sentimos dolor y, en mi caso, la impotencia de saber que eso ha sucedido con tanta profusión en donde menos debía suceder; pero así es la mísera condición humana. Recordemos cómo Jesús tenía en sus propias filas, entre los discípulos que Él mismo escogió, a un corrupto (“llevaba la bolsa y era ladrón”, dicen los evangelios) y traidor como Judas o que el mismo San Pedro, puesto al frente de la Iglesia, le negó tres veces en el momento crucial de la muerte, cuando Nuestro Señor más necesitaba de él y de su fidelidad. Somos capaces de lo mejor y de lo peor.
¿Por qué ha sucedido todo esto, precisamente dentro de la Iglesia? El Papa apunta algunas causas, algunas pistas, en su Carta a los católicos de Irlanda, con motivo de los casos de pedofilia desatados allí. Es una carta que bien puede valer para el resto de países o Iglesias locales, de muy recomendable lectura. El Santo Padre habla de fallos en los procedimientos de selección en los candidatos al sacerdocio o vida consagrada, de deficiente formación en los Seminarios y, en cuanto a los encubrimientos, de “una preocupación fuera de lugar por el buen nombre de la Iglesia y por evitar escándalos, cuyo resultado fue la falta de aplicación de las penas canónicas en vigor y la falta de tutela de la dignidad de cada persona”. Influyó, de igual modo, que “el programa de renovación propuesto por el concilio Vaticano II a veces fue mal entendido (…). En particular, hubo una tendencia, motivada por buenas intenciones, pero equivocada, a evitar los enfoques penales de las situaciones canónicamente irregulares”.
A mi juicio, en el trasfondo de todo esto tan inexplicable, hay una corrupción de las personas, una evidente falta de santidad y de virtud personal, en medio de esta sociedad tan erotizada y tan hipócrita que, mientras detesta con razón la pederastia, fomenta el libre juego sexual o que los adolescentes-niños se inicien a edades demasiado tempranas en las prácticas sexuales (con el fácil recurso al aborto libre si hay “problemas”). La hiper-erotización no es extraña a determinados eclesiásticos mal seleccionados que lamentable y dolorosamente viven con desequilibrio, a veces perverso, su vida sexual. En esto, poco tiene que ver el celibato, pues la mayoría lo vive con normalidad y es una opción asociada a un estado libre de vida, como la fidelidad esponsal lo es en el matrimonio.
El Papa se ha dirigido con palabras duras a estos criminales eclesiásticos. “Habéis traicionado la confianza depositada en vosotros por jóvenes inocentes y por sus padres. Debéis responder de ello ante Dios todopoderoso y ante los tribunales debidamente constituidos. Habéis perdido la estima de la gente (…) y arrojado vergüenza y deshonor sobre vuestros hermanos sacerdotes o religiosos. Los que sois sacerdotes habéis violado la santidad del sacramento del Orden (…). Además del inmenso daño causado a las víctimas, se ha hecho un daño enorme a la Iglesia y a la percepción pública del sacerdocio y de la vida religiosa”. Más claro, agua.

¿HAY QUE HACER LA PELOTA A DIOS?

Hay gente a la que no le gusta pensar en un Dios que nos haya creado a los hombres para alabarle, “hacerle la pelota” y servirle. Piensan que es un Dios egoísta o narcisista, que se mira a sí mismo al ombligo. Este tipo de personas desearían, quizás, que las cosas fueran al revés: que Dios se dedicara a alabarles y a servirles a ellos, es decir, que el Creador estuviera sometido a su criatura, en lugar de que se cumpla lo normal, que la criatura esté sometida a su creador.
Ahora bien, seguro que esas personas quieren que el ordenador, la play-station o cualquier artilugio técnico hecho por el hombre les obedezca y hagan lo que ellos quieren. No tolerarían que el artefacto se rebelara contra ellos. Es decir, se disgustarían si cualquier aparato salido de las manos humanas hiciera “lo que le da la gana”. Entonces es cuando dan muestras de que de verdad sí creen que el artefacto hecho por el hombre (la “criatura”) debe someterse y obedecer a su fabricante y usuario, a su creador (los humanos).
Pensemos también en la escena tan bonita del perrillo echado a los pies de su amo. Eso no nos disgusta (particularmente, a quienes aprecian a los animales); incluso nos complace y nos gusta que el perrillo nos dé cariño, nos mendigue un poco de comida, juegue con nosotros, etc. El perrillo vive (y normalmente vive bien) gracias a nosotros. Lo mismo pasa en el hombre con respecto a Dios.
Pero es que, además, ante la Majestad, el poder y la inmensidad de Dios no cabe otra actitud distinta que la de arrodillarse y reconocerse nada delante de Él. Es la actitud natural de la persona de fe. Ser conscientes de que, sin Él, no somos nada ni nadie (ni siquiera permaneceríamos en la existencia) nos tiene que llevar a un infinito agradecimiento, a una profunda alegría y alabanza, porque, en verdad, Él se lo merece. Realmente, vivimos de la misericordia de Dios, somos sus mendigos. Así pues, la adoración y la alabanza a Dios nacen de ser Él quien es (Dios Todopoderoso, Majestad y grandeza infinitas), pero también del corazón humano profundamente agradecido que sabe que, sin Él, ni siquiera puede respirar. “Sin Mí no podéis hacer nada”, decía Jesús. Dios crea y mantiene el ser en la existencia, también a nosotros.
Por otra parte, podríamos debatir bastante sobre el presunto “egoísmo” o “narcisismo” de Dios, pues el Dios en el que creemos los cristianos es tan generoso y humilde que no ha hecho alarde de su condición divina, sino que, por nosotros, se ha abajado hasta hacerse hombre, permanecer 33 años como “uno de tantos” y abrazar voluntariamente la muerte, “y una muerte de Cruz” (es decir, hecha de ignonimioso sufrimiento, por amor a los hombres). Alguien que da tanto tiene derecho a pedir un poco, pues, sin Él, no sólo no vivimos en esta vida, sino que tampoco podemos aspirar a salvarnos, a vivir para la otra. Todo es gratis y viene de Dios: la existencia natural, la vida sobrenatural (la vida de la gracia) y la salvación eterna. Por lo tanto, sea Dios bendito y alabado por los siglos de los siglos. Amén.

¿ESTARÍA JESÚS CONTRA LA ACTUAL JERARQUÍA DE LA IGLESIA?

Los que tenemos alguna costumbre de debatir sobre temas religiosos con personas de todo tipo (algo muy sano, por cierto), oímos frecuentemente decir que, si Jesús viniera ahora, se enfrentaría de modo abierto con la actual Jerarquía de la Iglesia, con las actuales autoridades religiosas, igual que en los evangelios se enfrentó con las autoridades religiosas del momento, con el Sanedrín. Disculpándome por ser tan explícito, comentaré que yo he llegado a oír que Jesucristo reñiría “a Rouco Varela” (Cardenal Arzobispo de Madrid y Presidente de la Conferencia Episcopal Española).
Por un lado, es posible que Jesús pudiera echar en cara cosas, pues resulta evidente que hay actuaciones que se pueden corregir y que merecen crítica. Recordemos cómo en el Evangelio Jesús mismo llama ‘Satanás’ a San Pedro, a quien constituyó en cabeza de la Iglesia.
Pero, por otra parte, el propio Jesús estableció la jerarquía eclesiástica, al elegir, de entre sus muchos discípulos (hombres y mujeres) a los doce. Sólo a ellos les dio el rango de “apóstoles” y puso por encima de ellos a Pedro: “Tú eres Pedro y sobre esta piedra edificaré mi Iglesia. Lo que ates en la Tierra, atado será en el Cielo; lo que desates en la Tierra, desatado será en los cielos”. Así pues, Jesucristo mismo dio una estructura jerárquica (y no democrática) a su Iglesia. Y cuando lo hizo, realmente lo hizo con todas las consecuencias, sabiendo de modo consciente que no situaba al frente de su Iglesia a ángeles impolutos, sino a hombres pecadores e imperfectos. Por algo sería.
Ya en los mismos evangelios tuvo que aguantar que uno de sus doce apóstoles (Judas) lo entregara a la muerte por dinero (por “treinta monedas”); es decir, tenía a un corrupto y traidor en sus mismas filas. Y el mismo San Pedro negó a Nuestro Señor tres veces antes de que éste muriera, cuando Jesús más necesitaba de él y de su fidelidad. Santo Tomás sólo cree si mete el dedo en el agujero de los clavos… Todo bastante doloroso, pero, en el fondo, nada sorprendente.
Por influencia, sobre todo, de cierta Teología de la Liberación, se ha tendido a dividir la Iglesia en buenos y malos, en oprimidos (los pobres) y en supuestos burgueses ‘opresores’ (los obispos, la jerarquía). Es una aplicación de la lucha de clases llevada a la vida eclesial, haciendo una inadecuada lectura marxista de la historia, de la realidad eclesiástica, que ha calado mucho socialmente entre el pueblo, entre la gente.
En todo caso, el Cardenal Rouco, igual que el resto de la jerarquía, tiene sus virtudes y defectos, pero, esencialmente, es un buen servidor de Dios que hace lo que puede, lo que tiene que hacer, aunque a veces no guste o su rictus nos resulte más o menos simpático que el de otros. Todos predican un mensaje que va a contra-corriente y eso, a veces, no gusta. Por eso, estoy seguro de que a él (como al resto) Jesús le aprobaría, le querría y le abrazaría más de lo que le reñiría.

¿PUEDE LA CIENCIA DEMOSTRARLO TODO?

La ciencia puede demostrar muchas cosas, pero no puede demostrarlo todo, porque hay realidades que escapan a su ámbito de investigación, a su objeto propio. Por ejemplo, ¿qué puede decirnos la ciencia sobre algo tan etéreo y poco tangible como la libertad humana, la conciencia que remuerde o premia, la verdad, el bien o la belleza? No son temas propios de la ciencia y, sin embargo, sabemos que es verdad que existen.
¿Y acaso no existe también el pensamiento lógico, ése que a partir de A, pasando por B, nos puede llevar a C? Si yo digo que A es igual a B y que B es igual a C, entonces está clarísimo (y es una verdad muy grande) que A es también igual a C. Esto es una verdad que la concluye mi pensamiento, mi inteligencia, pero que no la puede demostrar la ciencia. Lo mismo pasa con los llamados “primeros principios”, sentencias indemostrables, pero verdaderas, de sentido común, como, por ejemplo: “una cosa y su contraria no pueden ser igualmente verdaderas, bajo el mismo aspecto” o “hay que hacer el bien y evitar el mal”. Se trata de cosas que la ciencia no ha demostrado, pero que son natural y racionalmente evidentes, verdaderas.
Queremos mostrar con esto que la ciencia es, ciertamente, un camino más (y muy valioso) que nos lleva a conocer la verdad, pero no el único. Y que, en cuanto actividad humana, tiene sus límites, no es todopoderosa, pues algunas cosas verdaderas (la libertad, la conciencia personal, la verdad, el bien, la belleza…) son realidades sobre las que no tiene nada que decir; escapan a su ámbito.
Del mismo modo, Dios, si existe, no puede ni podrá ser nunca objeto de estudio por la ciencia, porque hablamos de un ser más allá de cualquier realidad empírica. Dios no puede meterse en un tubo de ensayo ni ser medido por instrumentos de la técnica, lo mismo que la libertad, la verdad, el bien o la belleza. Dios es un ser metafísico, que está más allá de lo físico y de la Física. Sin embargo, podemos llegar a él por el pensamiento lógico, por el raciocinio, por la argumentación racional (por la filosofía y no por la ciencia). En este sentido, las 5 vías de Santo Tomás son, me parece, pruebas muy valiosas y verdaderas de la existencia de Dios.
Queremos desmontar con esto el axioma defendido por algunos: “sólo existe lo que la ciencia demuestra o puede demostrar”. En el siglo XV, la ciencia no podía demostrar la existencia de los rayos X o los infrarrojos y, sin embargo, ya entonces existían, aunque no hubieran sido descubiertos. Dios mismo puede existir, aunque no lo haya demostrado la ciencia. Quienes defienden que sólo la ciencia llega a la verdad o que sólo existe lo que ella demuestra lo hacen desde una postura personal no demostrada por la ciencia misma. La ciencia ha demostrado y puede demostrar muchas menos cosas de las que la gente cree. Lo dicen científicos de renombre. Pensar otra cosa es estar en un cientificismo radical que idolatra a la ciencia por encima de sus mismos logros y posibilidades. Tengamos cuidado con esto.

¿DIOS ES FIEL? ¿NUNCA FALLA?

Sí. Dios es fiel y no falla en cuanto que cumple siempre con sus compromisos y con sus promesas, no necesariamente en cuanto que tenga ‘obligación’ (que no la tiene) de hacer lo que nosotros esperamos de él. Lo decimos siempre en esta sección: no es Dios quien tiene que hacer la voluntad de los hombres, sino al revés, los hombres tenemos que hacer la voluntad de Dios, pues Él sabe más y quiere siempre nuestro bien. Su voluntad es sabia y benevolente, no caprichosa.
Muchas personas se han llevado un disgusto con Dios en su vida, porque esperaban de él algo en un momento dado que no se ha cumplido. “Dios me ha fallado”, suelen decir. Pero, más que un fallo de Dios, hay un fallo de los hombres, esto es, un error humano de enfoque, una falta de fe, pues Dios no tiene, como decíamos, obligación de someterse a nuestros deseos o esperanzas, tantas veces equivocadas, inadecuadas o inconvenientes. Por el contrario, no pocos cristianos tienen la experiencia de que personalmente Dios, quizá por un don singular, no les ha fallado nunca. Habría que preguntarse si en esos casos ellos mismos se han esforzado en no fallar a Dios y obtienen como recompensa un particular don de subjetiva fidelidad divina.
Debemos reconocer que somos un poco egoístas. Queremos que Dios no nos falle, pero nosotros estamos muy dispuestos a fallarle a Él. Deseamos que Dios nos dé todo o mucho a cambio de nada o de muy poco. Y somos poco capaces de entender que, si no hacemos caso a Dios, Él respetará normalmente nuestra libertad, aunque es seguro que nos busca sin que nosotros nos demos cuenta. Ahora bien, es poco honrado exigir a Dios que no nos “falle”, si nosotros le fallamos de continuo a Él.
Dios, pese a todo, es fiel en cuanto que, por ejemplo, siempre y de manera irrevocable nos dará su perdón en el sacramento de la confesión, si tenemos las disposiciones adecuadas (arrepentimiento y propósito de enmienda); se compromete y está para siempre sellando el sacramento del matrimonio; tendremos de manera irrevocable su presencia real en la Eucaristía; su presencia es comprometida y para siempre en la Iglesia; si acudimos a Él, siempre está, aunque no lo notemos. Lo que ha prometido, lo cumplirá. En el Nuevo Testamento, Dios cumple las promesas hechas en el Antiguo Testamento y en la Iglesia cumple sus promesas hechas en los Evangelios. Dios no se desdice nunca: lo que hace y dice es para siempre. Su voluntad y sus actos son irrevocables.
Así pues, Dios es fiel, pero no al estilo humano, sino al estilo divino, a Su estilo. A los hombres sólo nos queda confiar (somos incapaces de entender cuánto duele a Dios nuestra desconfianza en Él y en Su Bondad). Dios es fiel, pero, por otra parte, también tiene derecho a reclamar nuestra fidelidad, porque Él ha dado mucho y, a cambio, de nosotros sólo recibe, a menudo, indiferencias, ingratitudes, desdenes o pecados, faltas de amor. El Amor no es amado. He aquí el núcleo del problema.

¿LA FE ES UN DON DE DIOS?

Sí, la fe es un don de Dios, pero ojo, un don que hay que buscar. En la vida espiritual todo es don, todo es gracia, pero sin excluir la tarea humana; en definitiva, todo es don y tarea, pues Dios cuenta con nuestra libertad para sus planes. Ejemplo maravilloso es la Virgen Santísima, que, siendo llena de gracia (como la llama el ángel en el saludo de la Anunciación), sin embargo tuvo que dar su sí libre (“hágase en mí según tu palabra”) para contribuir al divino plan redentor. Don y tarea.
Hay gente que piensa que la fe es un don de Dios, pero que Dios no se ha dignado dar ese regalo en su caso particular. A ese tipo de personas, habría que preguntarles si de verdad se han molestado ellas mismas en buscar a Dios en su vida, porque lo normal es que Dios se manifieste tarde o temprano a quien le busca con sincero corazón. Da la impresión de que quienes dicen que Dios no les ha dado el don de la fe se justifican de ese modo en la falta de una práctica religiosa seria. Ahora bien, no tienen excusa: “Buscad y hallaréis; llamad y se os abrirá, porque quien busca encuentra y a quien llama se le abre”, dice el Señor.
Decir que a uno Dios no le ha dado el don de la fe puede esconder cierta actitud de comodidad, como si las cosas vinieran del aire. Es como querer saciar la sed sin acudir a la fuente o al grifo donde está el agua. En esta vida, hay que esforzarse, también para recibir el don de la fe. Hay que confesarse, comulgar, ir a misa (como mínimo, los domingos), hacer oración, buscar un buen director espiritual que nos oriente, acudir a catequesis o charlas, leer buenos libros de doctrina, moral o espiritualidad, ver películas que nos ayuden a conocer mejor a Jesús, a Dios, luchar para no caer en el pecado… Hay que acudir a las fuentes (al grifo) donde está Dios, donde está la gracia, pues, de lo contrario (si no nos molestamos en exceso), Dios es lo suficientemente bueno como para respetar enteramente nuestra libertad y dejarnos caminar a nuestro aire, sin “molestarnos” demasiado. Dios es normalmente de una discreción infinita.
Por eso, tenemos que tener cuidado de no echar las culpas a Dios en este terreno, pues, como suele suceder, casi siempre la culpa está más del lado humano que del divino. Como mínimo, la persona que quiere tener el don de la fe debería molestarse en pedirlo de forma insistente a Dios por medio de la oración. Al actuar así, es seguro que ya tiene algo de fe, pues es capaz de pedir lo que no se ve a quien no ve. Ya está lanzándose un poco al vacío, haciendo un acto de confianza, de esperanza (espera que el Dios Invisible le conceda una gracia). Una bonita oración es la de los apóstoles: “Auméntanos la fe”.