jueves, 1 de marzo de 2012

¿QUÉ SENTIDO TIENE EL DOLOR?

El dolor tiene un sentido humano y un sentido religioso. Es fácil decir esto, sobre todo, cuando no se tienen grandes dolores ni sufrimientos, porque, aunque el dolor pueda tener algún sentido, es complicado y duro para todo el mundo pasar por él. A nadie le gusta sufrir, a no ser que tenga un punto de masoquista. Ahora bien, si somos capaces de descubrir algún sentido al dolor, esto nos va a dar fuerzas para soportarlo o sobrellevarlo mejor cuando llegue. Por eso, es bueno pensar con alguna frecuencia en el dolor, especialmente cuando gozamos de salud o de parabienes, porque así, cuando vengan tiempos peores, estaremos mejor preparados para hacerles frente con más garbo y energía, con más salud psíquica y emocional, con más “sentido”.
Decíamos que el dolor tiene un sentido “humano”, aunque, quizá, la palabra que mejor se adecua a lo que queremos decir es que el dolor tiene un sentido “humanizador”. Efectivamente, el dolor (como la muerte) nos iguala a todos los hombres: a pobres y a ricos, a listos y menos listos, a personas de un “status” y de otro. Es una experiencia universal de la humanidad: todos hemos pasado, pasamos o pasaremos alguna vez en nuestra vida por él, en mayor o menor medida. De modo que el dolor sitúa al hombre ante su verdadera y frágil naturaleza. Así, nadie puede creerse más que nadie: todos somos iguales, pues, por muy bien que nos vaya en la vida o por mucha salud que disfrutemos, al final (tarde o temprano) la experiencia del dolor nos enseñará que, en el fondo, no somos nada, no somos nadie. No tenemos por qué creernos superiores a los demás. Por lo tanto, el dolor pone al hombre en su verdadera perspectiva, en su verdadera dimensión. Le enseña, en definitiva, a ser humilde. Y éste es un rasgo humanizador del dolor muy importante, capaz de hacernos mejores, más humanos, porque no nos creemos más que nadie ni miramos a nadie por encima del hombro.
El dolor humaniza también porque tiene un sentido purificador. Muchas veces, ante un revés en la vida, ante una enfermedad más o menos importante, ese sufrimiento hace reflexionar a la persona y le hace cambiar un rumbo equivocado, una actitud claramente errónea, un problema de carácter o de trato con los demás, de envidia, de creerse muy importante, etc. Se puede decir que el dolor es como un “filósofo” que nos habla, nos hace pensar y, en ocasiones, cambiar de actitudes. El dolor relativiza la importancia que damos a muchas cosas; reordena nuestra jerarquía de valores. Nos ayuda a dar más importancia a cosas a las cuales no se la dábamos, pero que la tenían, y dejar de dársela a otras cosas que sí nos parecían muy importantes, pero que, en realidad, no lo son tanto. Hay mucha gente que, después de una experiencia fuerte de sufrimiento, sabe valorar y apreciar mejor los pequeños detalles y placeres de la vida: un simple amanecer, el aire que respiramos, el gesto o la sonrisa de un amigo, el solo hecho de estar vivo… El dolor humaniza porque, si sabemos encauzarlo bien, nos hace más sencillos y sensibles. Además, suele decirse que el hombre aprende más de los reveses que de los tiempos favorables, de las “cruces” que de las “luces”.
Por eso, el dolor es un “mal” que nos puede hacer mucho “bien”. Tiene, además, un valor educativo y medicinal. Nos enseña a tener paciencia, a ser más fuertes, a enreciar nuestro carácter, a aprender del sufrimiento y de la experiencia, a comprender y ayudar a los demás cuando también lo pasan mal, a ser virtuosos y generosos con ellos, si necesitan nuestra ayuda. El dolor propio es ocasión para vencerse, para aprender y lograr alguna mejora personal, para comprender mejor el dolor de los otros; y el dolor de los demás es ocasión para la solidaridad (visitar al enfermo es una obra cristiana de misericordia), para hacer obras meritorias y así convertirnos en mejores personas, en mejores cristianos. Por otra parte, la experiencia de la propia limitación y, en ocasiones, el tener que depender por enfermedad u otros motivos de los demás ayuda, de igual modo, a liberarse de la auto-suficiencia y, en ese sentido, a ser más humildes, a comprender que necesitamos tanto ayudar como también, a veces, ser ayudados, porque no somos ni “superman” ni “super-woman”.
El dolor humaniza, asimismo, porque muchas veces une a las personas, aunque es evidente que hay dolores que separan o, incluso, hay dolor (en ocasiones) precisamente porque  las personas (novios, amigos, matrimonios, etc.) se han separado. Ahora bien, dos o más personas que sufren tienen algo en común y, en ese sentido, el dolor es capaz de crear lazos fuertes entre ellas. Hay familias que, después de la muerte de un ser querido, se encuentran, por ejemplo, más unidas que antes de producirse dicho suceso; hay amigos que se llevaban mal y luego se llevan mejor después de una experiencia de sufrimiento.
El dolor, en definitiva, nos hace más sensibles, particularmente cuando es compartido o cuando, habiendo pasado cada cual por la experiencia del propio sufrimiento, se hace más capaz de ponerse en el lugar del otro que también lo pasa mal. Así pues, a nivel humano, el dolor, es como un filósofo, un maestro, un médico y un pedagogo; un mal, a veces, necesario, que podemos aprovechar para algo útil o como una enseñanza en nuestra vida.

Pero el dolor tiene también un sentido religioso, espiritual, asumido desde la fe, particularmente dentro de la fe cristiana. En efecto, cada uno, con su propio dolor (voluntario o no), puede unirse espiritualmente a los padecimientos de Jesús en su Pasión y Muerte, ofreciéndolo, con Él, al Padre por la redención del mundo. Decía San Pablo: “cumplo en mi cuerpo lo que falta a los padecimientos de Nuestro Señor Jesucristo”. El cristiano que sufre colabora, por lo tanto, en la obra de redención hecha por Cristo en la Cruz. Es Cristo doliente que se ofrece en cada persona que sufre. Así pues, cualquier cruz, cualquier dolor, se puede convertir en algo útil, en un tesoro delante de Dios, si se lo ofrecemos con amor y paciencia por alguna intención noble (por la Iglesia, por nuestros familiares, por alguien que necesita especial ayuda…). En este plano, el dolor tiene, por lo tanto, un sentido redentor, salvador. Es algo de valor infinito delante de Dios y tiene la fuerza, la eficacia, de la mejor oración. El refrán lo expresa muy bien: “no hay mal que por bien no venga…”; no hay dolor que no sirva para algún bien (como mínimo, espiritual), porque Dios es capaz de sacar mucho bien de lo que parece un mal.
En esta línea, es preciso confiar mucho en la paternal providencia de Dios, que todo lo dispone, incluido el dolor, para nuestro bien y para el bien del mundo, de la Iglesia. Caigamos en la cuenta de que ni a su mismo Hijo Jesucristo le eximió del dolor en la Cruz; más bien, gracias a ese gran sufrimiento, fue posible la redención del mundo. De un gran mal, Dios produjo un gran bien. La Cruz de Cristo estaba dentro del plan providente de Dios, que, como bien dice el refrán, escribe derecho con renglones torcidos. “Nadie tiene más amor que aquel que es capaz de dar la vida por sus amigos”, decía con razón Jesús. Al fin y al cabo, el sufrimiento, el dolor, es la otra cara del amor, pues sólo quien es capaz de sufrir por el otro es capaz de amarle verdaderamente.
Por eso, sólo el hombre que acoge con obediencia y confianza filial la voluntad divina (favorable o contraria a sus propios deseos) puede amar a Dios de verdad. En pura lógica, esto requiere un aprendizaje, que no se adquiere de la noche a la mañana. De ahí que, si vienen vientos a favor, debemos dar muchas gracias a Dios; lo mismo, si  los vientos soplan en contra (de lo previsto, de nuestros deseos…), pues nuestro buen Padre Dios todo lo dispone para nuestro bien. Esta idea nos tiene que llenar de optimismo y de esperanza.