jueves, 14 de febrero de 2013

LA LEY DEL AYUNO Y LA ABSTINENCIA

La Iglesia católica pide a sus fieles que el miércoles de ceniza y el Viernes Santo practiquen el ayuno y la abstinencia de comer carne (ésta última también es obligatoria todos los viernes cuaresmales). Se trata de una norma poco entendida por mucha gente e, incluso, por no pocos católicos, que, lamentablemente, no la ponen en práctica, en una triste desobediencia que, debido al poder de “atar y desatar” dado por Jesucristo a Pedro y a sus apóstoles en su nombre (se entiende que también a sus sucesores), es, en el fondo, una desobediencia a Cristo mismo.
La penitencia es una práctica pedida por Nuestro Señor reiteradamente en los evangelios. “Si no hiciereis penitencia, moriréis en vuestros pecados”, advirtió. En ese sentido, cada uno es muy libre de escoger las penitencias que considere oportunas. Lo explica muy bien el Código de Derecho Canónico, en el canon 1.249: “Todos los fieles, cada uno a su modo, están obligados por ley divina a hacer penitencia; sin embargo, para que todos se unan en alguna práctica común de penitencia, se han fijado unos días penitenciales, en los que se dediquen los fieles de manera especial a la oración, realicen obras de piedad y de caridad y se nieguen a sí mismos, cumpliendo con mayor fidelidad sus propias obligaciones y, sobre todo, observando el ayuno y la abstinencia (…)”.
¿No es todo esto una “antigualla”, algo del pasado que ya casi nadie practica? Ciertamente, para quien no quiere ponerlo en práctica, cualquier cosa es antigualla o sirve de excusa para no poner por obra lo que manda, siempre en nombre de Jesucristo que delega en ella, la Santa Madre Iglesia Católica. Pero lo cierto es que esas normas siguen en vigor y son obligatorias para todo aquél que se llame católico, bajo pena de pecado mortal. Es de malos católicos no cumplirlas. ¿Que hay sacerdotes que tampoco las siguen? Muy mal también por ellos, porque, en estos casos, se añade el pecado del mal ejemplo y el escándalo (pecado de otros) que se sigue de su conducta.
¿Qué sentido tiene esta norma? Para empezar, caigamos en la cuenta de lo que decía el Código: “…para que todos se unan en alguna práctica común de penitencia, se han fijado unos días penitenciales…”. Es decir, la fe no se puede vivir por libre, sino que tenemos que tomar conciencia de que todos los bautizados somos una familia (la familia de los hijos de Dios). Y, del mismo modo que la Iglesia nos pide celebrar festivamente la misa el domingo (para unirnos todos los hermanos en una misma alabanza a Dios), también nos pide unirnos espiritualmente al sacrificio de Cristo con una práctica penitencial común, pequeña y simbólica, pero real. La fe se vive, también en lo que tiene de festivo y de exigencia, en comunión con nuestros hermanos.
Hay también una motivación pedagógica: aunque todos los católicos tuviéramos real conciencia de la necesidad de penitencia (no siempre la tenemos), la pobre condición humana fácilmente huye de lo que le cuesta y puede prescindir sin gran problema de auto-imponerse una penitencia voluntaria. Por eso, la Iglesia, madre y experta en humanidad, fija unos mínimos muy mínimos (casi simbólicos), con el fin de que seamos conscientes de que estamos en un tiempo litúrgico fuerte de preparación a la Pascua (Semana Santa); tiempo que pide conversión y penitencia (por lo menos, el mínimo pedido por la Iglesia; y, a partir de ahí, lo que cada uno quiera añadir por su cuenta).
Se suele objetar que, a veces el pescado es más rico o más caro que la carne y que, abstenerse de ésta, tampoco es tanto sacrificio. Hay que matizar. Si uno acostumbra, por ejemplo, a comer guisantes con jamón o spaghettis con chorizo, tendrá que abstenerse en los días señalados del jamón y del chorizo que tanto sabor les añade, lo cual es, de por sí, ya un sacrificio, aunque sea pequeño; o, si acude a una comida/cena o acto social donde se sirvan viandas de diverso tipo, tendrá que prescindir de ellas, si quiere hacer las cosas bien delante de Dios. Eso (y el testimonio de hacerlo pese a posibles críticas de otros) también es un sacrificio. Aparte de que no hay que mirar sólo a la letra de la norma, sino también al espíritu: día penitencial es día penitencial y no estaría muy bien que, por no comer carne, nos metamos ese día una tremenda mariscada entre pecho y espalda o un pescado carísimo. No nos engañemos. Si te gusta más el pescado que la carne, a lo mejor debes cumplir la norma con un poquito más de espíritu penitente (no comiendo un pescado demasiado caro, no echando sal, siendo austero en la cantidad, o cualquier otra cosa que se te ocurra. Imaginación al poder…).
Pero, en el fondo, lo que más nos cuesta es obedecer, en este caso, a la Iglesia. Queremos salirnos siempre con la nuestra, con nuestra opinión, con nuestros criterios, y somos incapaces de dejar de mirarnos al ombligo de lo que pensamos, sentimos, nos apetece…, de mirar a nuestro yo. De ahí que el mayor sacrificio (y, quizá, el más grato a Dios) sea la obediencia a su Santa Iglesia (desprendiéndonos de nosotros mismos, de nuestros criterios, de nuestros deseos…); Iglesia, que, por otra parte Él ha puesto como medio y camino ineludible de salvación. “El que a vosotros escucha a mí me escucha”, dijo Jesucristo. Por eso, aun cuando no entendamos nada la cuaresmal ley del ayuno y la abstinencia, practiquémosla siquiera por el sacrificio humilde de la obediencia, tan grato a Dios, que nos libera del yo y de la soberbia de querer hacer siempre de nuestra capa un sayo. Ese camino de humildad es ya un camino de conversión, propicio para hacer una buena Cuaresma, además de preciosa preparación interior para los días de Semana Santa. No lo perdamos de vista.

lunes, 11 de febrero de 2013

LA RENUNCIA DEL PAPA

La renuncia del Papa nos ha cogido a todos por sorpresa. Personalmente, siento una mezcla de tristeza (porque es como si un padre decide marcharse) y de emoción (al pensar en la lucidez y plena responsabilidad con que toma esta decisión, en cierto modo, rompedora, ya que, con él, sólo 4 papas en la historia han dimitido. El último, Gregorio XII, renunció en 1515; es decir, hacía más de 500 años que no sucedía algo así. Por lo tanto, estamos ante un hecho verdaderamente histórico y cuasi-novedoso). A este Papa ya no le podrán acusar de apego al sillón (o a la Cátedra de San Pedro) e, incluso, podrá decirse de él que, con su renuncia, ha roto moldes, de modo que los rigores y las estrecheces que algunos le presuponían cuando fue elegido quedan, en buena parte, ahora desmentidos. Prima el Papa lúcido y listo que, viendo su edad avanzada y sus fuerzas cada vez más limitadas, cree, en conciencia, que es mejor pasar el testigo a otro. Aunque Benedicto XVI no ha pensado abandonar por una motivación “efectista”, sin embargo hay que reconocer que su decisión tiene un efecto, a mi modo de ver, positivo “como imagen” para la Iglesia.
Su carta de renuncia tiene algunos puntos significativos y emocionantes. Para empezar, llama la atención el momento elegido para hacerla pública, puesto que el anuncio se produjo durante un consistorio de cardenales ya previsto anteriormente, con el fin de fijar las fechas de proclamación de nuevos santos. Es decir, eligió una actividad de su agenda ordinaria para anunciar algo extraordinario. Nada de convocatorias ex profeso que, quizá, habrían creado un halo de misterio e intriga (y, consiguientemente, de rumores), al no saber exactamente para qué convocaba el Papa a los purpurados. Éstos fueron a una cosa y se encontraron también con otra, quizá inesperada. En esto, el Papa revela su inteligencia, lo bien pensado que lo tenía todo, lo cual, dicho sea de paso, confirma que está en sus cabales y que no ha tomado esta decisión ni a la ligera ni empujado por ningún tipo de situación extrema (mental o física).
 “Después de haber examinado ante Dios reiteradamente mi conciencia, he llegado a la certeza de que, por la edad avanzada, ya no tengo fuerzas para ejercer adecuadamente el ministerio petrino”. Esta frase no tiene desperdicio: es reveladora de una decisión madura, meditada y pensada en conciencia “ante Dios” (seguimos viendo en esto a un Papa “en sus cabales”, plenamente libre y responsable); revela también una profunda sencillez y humildad, muy características en la personalidad de Joseph Ratzinger. Reconocer con normalidad que uno “ya no puede más” y que por ello no pasa nada pertenece al ámbito del buen obrar y a la esfera del buen ejemplo. Nadie es imprescindible y eso que este Papa “casi” lo es, por su hondura intelectual, entre otras cosas.
Sigue emocionando Benedicto XVI cuando dice: “Por esto, siendo muy consciente de la seriedad de este acto [impresiona esa seriedad, esa conciencia, a sus años], con plena libertad [por si quedaba alguna duda y en coherencia con el pensamiento manifestado antes en diversos lugares], declaro que renuncio al ministerio de Obispo de Roma, Sucesor de San Pedro [bella frase de solemnidad]”. De nuevo, el Papa muy “en sus cabales”: toma la decisión siendo consciente de la seriedad de este acto, con plena libertad, manifestando expresa y solemnemente su renuncia. No se puede hacer mejor.
Viene luego el capítulo de los agradecimientos: “Queridísimos hermanos [bella y cercana forma de dirigirse a todos], os doy las gracias de corazón por todo el amor y el trabajo con que habéis llevado junto a mí el peso de mi ministerio y pido perdón por todos mis defectos”. Pienso que los creyentes y también los no creyentes debemos gratitud inmensa a Benedicto XVI por toda una vida dedicada a la Iglesia y, siquiera, por defender con ardor valores como los derechos humanos, el entendimiento entre todas las religiones y la paz. “Ahora, confiamos la Iglesia al cuidado de su Sumo Pastor, Nuestro Señor Jesucristo…”: me encanta esta conciencia de que no es él, Benedicto XVI, el sumo pastor, sino que lo es Jesucristo, al cuidado del cual “confía” la Iglesia. Me parece precioso.
En medio de todo, es mejor noticia para los católicos que el Papa se vaya porque quiere que porque se muere. No deja de ser un consuelo. El Papa teólogo se va y, al final de su ministerio, nos deja como regalo una carta de renuncia que es una perla. Otra más de su pontificado. Y esperemos que no sea la última. De aquí hasta el 28 de febrero (cuando deje la sede vacante), aún puede sorprendernos. Ojalá.