sábado, 14 de abril de 2012

¿MATRIMONIO "GAY"?

Mucha gente suele preguntar por qué los católicos nos oponemos al matrimonio ‘gay’ y argumenta que su existencia en la actual legislación no obliga a nadie a casarse con un homosexual (lo cual es cierto); facilita “un derecho” para quien quiera ejercerlo y “no molesta a nadie” (es más -se pregunta- qué nos importará lo que hagan o dejen de hacer los demás; en este caso, los homosexuales. Por supuesto, también estamos de acuerdo en este punto). Y dicen que queremos imponer a los demás nuestras concepciones religiosas (en este caso, sobre el matrimonio), lo cual no me parece cierto, porque estamos convencidos de que el matrimonio tradicional constituye una cuestión más de ley natural que de religión (notemos que las parejas gays no pueden tener hijos naturales, una de las grandes razones de la institución matrimonial); y, por otra parte, desde el punto de vista político o democrático, no imponemos nuestras convicciones (ni podemos hacerlo), sino que debemos reunir la mayoría suficiente para plasmarlas en leyes, como todo el mundo.
Otra cosa muy distinta es que, también como todo el mundo, tengamos derecho a protestar y a mostrar nuestras discrepancias cuando las leyes legítimamente aprobadas por los órganos pertinentes no nos gustan. Y a hacerlo con convicción, con fuerza, con vehemencia, si hace falta. Ahí estamos en igualdad de condiciones con otros ciudadanos, porque vivimos en una democracia que nos da los cauces pacíficos y legítimos para ello.
Ocurre sólo que el matrimonio gay nos parece algo fuertemente “contra-natura” y estamos muy convencidos de que legislar sin tener en cuenta dicha ley natural (válida para creyentes e increyentes) trae graves perjuicios sociales y personales. ¿Qué tipo de  perjuicios?
Desde el punto de vista social, un perjuicio, primero, para la mentalidad dominante en la sociedad y para el concepto mismo de matrimonio, que se devalúa. Si ahora (porque esta ideología ha ‘calado’ en tiempos relativamente recientes, de unos años para acá) se nos ocurre pensar que el matrimonio es cualquier cosa (por ejemplo, que se junten dos personas del mismo sexo), nada nos impedirá pensar, hoy o en el futuro, que el matrimonio sea también una fórmula válida para que se casen, contra toda ley natural, el padre con la hija o con el hijo, el hermano con la hermana o con el hermano, el abuelo con la nieta o con el nieto, dos amigos o dos personas que comparten piso de alquiler… Un ‘totum revolutum’. Pues, si la cuestión consiste en extender derechos, extendámoslos a todos, no sólo a los lobbys gays (¿qué dirán, por ejemplo, los partidarios de la bigamia o de la poligamia? ¿No podemos “matrimonializar” los tríos o las relaciones "a cuatro"?). Y si el matrimonio es cualquier cosa, al final, en el fondo, no es nada; algo difuso, no se sabe muy bien lo que es. Nos entra el relativismo puro y duro.
Además, difuminado el concepto de matrimonio, ya estamos viendo también que, en nuestra actual legislación española, se difumina igualmente el concepto de padre y madre, que se sustituyen por los ambiguos conceptos de “progenitor A” y “progenitor B”. Un escándalo. O sea, que ya no sólo queda “light” lo de esposo y esposa, sino que tampoco existen, genuinamente, los padres. El siguiente paso, ¿cuál será? Lo más grave de todo esto es que va creando una mentalidad social un tanto difusa, un pensamiento débil que traga sin rechistar con cualquier idea, sin valores ni concepciones claras, que, en este tema, hace, por ejemplo, 25 años no hubiera defendido ni el mismísimo Santiago Carrillo, del PCE. Ni se le ocurría. Tampoco a casi nadie en la sociedad. Hoy, defender eso se considera lo “progresista” y “de izquierdas”. Pero supone un perjuicio real. Las leyes crean mentalidad, a veces contra todo sentido común.
Además, si el plato del matrimonio gay viene acompañado con su guarnición  de adopciones legales, añadimos al perjuicio social un claro perjuicio personal para los hijos adoptados, a los que se priva del referente (distinto, pero complementario en lo físico y en lo psíquico) de la paternidad y de la maternidad, de la masculinidad y de la femineidad. Ni el matrimonio heterosexual ni el homosexual garantizan por sí solos un ambiente, clima o educación adecuados, pero, al menos, el matrimonio heterosexual asegura algo que el otro no puede dar: el influjo, distinto y complementario, de lo masculino y lo femenino. Debemos medir muy bien el posible daño que, a corto, medio o largo plazo, puede hacerse a los hijos privándoles de dicha influencia para su crecimiento, maduración y formación. Pero los experimentos, mejor con gaseosa, nunca con personas.

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