sábado, 22 de diciembre de 2012

¿25 DE DICIEMBRE?

Es ya casi Navidad y necesitamos afianzar nuestra fe con unas preguntas de tipo crítico que confirmen o desmientan lo que nos dicen los evangelios. Creer por creer, sin más, es absurdo y nos lleva al fideísmo (la fe por la fe, porque sí), fuente de muchos fundamentalismos, también cristianos. Vayamos con esas preguntas:
1º) ¿En verdad, nació y existió Jesús? Las fuentes históricas de que disponemos nos llevan a pensar que sí, que Jesús existió. De hecho, ningún historiador serio niega a Jesús como personaje histórico, real. Disponemos de antiguos testimonios no cristianos: el historiador judío Flavio Josefo habla en sus Antigüedades judías, escritas hacia el año 93-94, de la vida pública de Jesús; Tácito, historiador romano, habla en sus Annales (hacia el año 115-117) del ajusticiamiento de Cristo por Pilato en tiempos de Tiberio. Con todo esto coinciden los datos de autores cristianos. Por ejemplo, el evangelista Lucas sitúa los hechos de Jesús en un perfecto contexto histórico: “En el año 15 del imperio de Tiberio César, siendo Poncio Pilato procurador de Judea, y Herodes, Tetrarca de Judea…”  (Lc 3, 1-2).
2º) ¿Nació Jesús un 25 de diciembre? No. Jesús no nació un 25 de diciembre. Ni siquiera lo pone en los evangelios. Esta fecha es una convención puesta por la Iglesia, ya que desconocemos exactamente el día en que nació Jesús. No ha de extrañarnos, pues pasa también con otros personajes históricos, anteriores y posteriores al Salvador. De hecho, es posible que Jesucristo naciera algún siglo antes de nuestra era. Pero había que poner un día para celebrar tan magno acontecimiento y la Iglesia dispuso hacia el año 336 la fecha que hoy conocemos para cristianizar una fiesta pagana celebrada por los romanos: la fiesta del Sol invictus. Por lo tanto, todo cristiano debe saber que el 25 de diciembre es una fecha de celebración litúrgica, no histórica, del nacimiento de Cristo.
3º) ¿Nació “por obra del Espíritu Santo”? Puede parecer absurdo, pero lo es menos si pensamos que Dios es perfecto, lo puede todo y, quizás, hizo eso para acentuar una enseñanza, a saber: que Jesús es tan Hijo de Dios que ni siquiera tiene paternidad biológica, padre humano, ya que José tan solo fue su padre “legal” o “adoptivo”.
4º) ¿Nació "de María, Virgen"? Lo de que nació de María lo podemos entender, pero eso de que María permaneciera Virgen (en lo material) durante y después del parto (como reza la fe católica) se entiende menos. Ahora bien, en otros pasajes evangélicos (como en la escena del Monte Tabor), Jesús se transfigura y su cuerpo se muestra glorioso, se vuelve todo luz: perfectamente pudo suceder algo similar en su nacimiento, de modo que no se menoscabara la virginidad material o corporal de su Santísima Madre, la Virgen. Tuvo que ser un alumbramiento del todo excepcional, pues también se dice que la Virgen no tuvo dolores. Un nacimiento en el que Jesús viniera al mundo transfigurado en luz (como sucede en otros pasajes evangélicos) pudiera ser un modo de explicar que María permaneció Virgen tras el parto y que diera a luz sin dolor. Pero esto es una hipótesis personal, no algo que pertenezca a la explicación o enseñanza oficial de la Iglesia.
5º) ¿Nació pobre, en un establo? Es creíble este dato, porque lo normal y lo esperado en aquella época, sobre todo para un judío, era pensar que Dios viniera en plan portentoso y triunfal. Sin embargo, viene de forma discreta y pobre. Nadie podía imaginar algo así, lo que acentúa la historicidad del relato.
¡Feliz Navidad!

jueves, 6 de septiembre de 2012

¿QUÉ ES LA TEOLOGÍA?

La Teología es, como su propio nombre indica (del griego Théos –Dios- y lógos –estudio, tratado-) la disciplina que se encarga del estudio de Dios, de las cosas de Dios. Hay otra definición clásica de ella como “fe que busca comprender” (fides quaerens intellectum); es decir, se trata de una materia que intenta aplicar la razón para entender mejor la fe, para hacerla, en lo posible, más asequible a nuestras pobres luces naturales y humanas.
Por todo ello, la Teología es un servicio de inapreciable valor para todo el pueblo cristiano y una gran ayuda para el Magisterio de la Iglesia en el ahondamiento y exposición de la fe de siempre y de todos, esto es, la fe católica (universal), apostólica (que viene, entroncando con Jesucristo mismo, de los apóstoles) y romana (enseñada con autoridad vicaria, delegada por Jesús, por el Obispo de Roma, el Papa).
La Teología tiene una similitud y una diferencia con la Filosofía. En efecto, ambas tienen en común el uso de la razón para sus respectivas reflexiones, pero varía el punto de partida, es decir, se distinguen por una cuestión de método: mientras la Teología parte del dato de fe contenido en la Sagrada Escritura y la Tradición, la Filosofía parte de la razón misma, del dato natural (no del sobrenatural). Ahora bien, los teólogos medievales afirmaban que la Teología consiste en aplicar la Filosofía (la razón) a la fe, a los datos de fe. Por eso, en muchos tratados resulta complicado distinguir qué hay sólo de Filosofía o qué hay sólo de Teología, pues ambas se entremezclan. San Agustín, Santo Tomás… se estudian tanto en la Teología como en la Filosofía.
Saber, al menos, un poco de Teología es bueno, no sólo para los teólogos, sino también para todos los cristianos, que estamos llamados en cualquier circunstancia de nuestra vida a dar razón de nuestra esperanza (1Pe 3, 15). La Teología forma una cabeza cristiana, nos da argumentos y razones para creer. Es importante para nuestra formación, para dar una buena catequesis; para que, cuando alguien nos pregunte algo sobre la fe, aunque sea difícil, sepamos qué responder. En este sentido, ayuda mucho también la Filosofía, que sería como las cuatro patas en las que se apoya “la mesa” de la Teología. Filosofía y Teología se complementan, se apoyan mutuamente, igual que lo hacen la Razón y la Fe, pues ambas son, como dijo Juan Pablo II, “como las dos alas con las cuales el espíritu humano se eleva hacia la contemplación de la verdad” (Encíclica Fides et Ratio, nº 1). Así pues, apreciemos el valor de la Filosofía y de la Teología como apoyos de nuestra fe.

¿SON CREÍBLES LOS EVANGELIOS?

Puede haber muchos que no presten mayor credibilidad a lo que pone en los evangelios y que digan que éstos fueron una invención de la Iglesia primitiva, transmitida después por tradición. En caso de ser así, hay que explicar varias cosas:
1.    ¿Cómo unos apóstoles judíos pudieron inventar que Jesús se apareció primero a unas mujeres, teniendo en cuenta la marginación y el nulo valor testifical de éstas dentro de la sociedad de Israel? Si no es por fidelidad histórica, esto no se entiende.
2.    ¿Cómo es posible que unos judíos hayan podido inventar que un hombre también judío (como fue Jesús) quiera estar por encima de instituciones sagradas e inamovibles para todo judío, como la ley, el templo y el sábado? ¿Cómo es posible que escriban algo blasfemo para un judío como el hecho de que Jesús afirme con autoridad: “Hasta ahora se os ha dicho..., pero yo os digo” o “El sábado ha sido hecho para el hombre y no el hombre para el sábado”?
3.    ¿Cómo es posible que unos judíos pongan en boca de otro judío, Jesús, el arrogarse poder para perdonar los pecados, algo por lo que inmediatamente fue acusado de blasfemia entre los fariseos?
4.    ¿Cómo es posible que un pueblo con el sentido de liderazgo como el que tenía Israel describa al líder de la comunidad apostólica (San Pedro) como un cobarde que peca, que huye de acompañar a Jesús en el Calvario? ¿Cómo es posible que ese líder salga tan mal parado, cuando Cristo le llama “Satanás”? En aquella época existía una tendencia a exaltar y exagerar las virtudes del líder: ¿cómo es que éste queda tan mal, si no es por fidelidad histórica?
5.    ¿Cómo es posible que los evangelios presenten un concepto de Mesías totalmente opuesto al matiz político esperado por los judíos y, por otra parte, desconcertante hasta para los mismos apóstoles, quienes, confusos, preguntan a Jesús: “¿es ahora cuando vas a restablecer todas las cosas en Israel?”?
6.    ¿Cómo es posible que unos judíos digan que Jesús pretendía ser “Hijo de Dios”, teniendo en cuenta el fuerte monoteísmo que impregna a Israel, el cual excluía el concepto de tres personas divinas en una sola? ¿Es posible, si no es por fidelidad histórica, que los evangelios traten a Jesús como “Hijo de Dios”, cuando dicha expresión resultaba blasfema para un judío?
En suma, hay muchas cosas que, teniendo en cuenta la mentalidad y las costumbres judías, resultan imposibles de inventar para una primera comunidad apostólica que, precisamente, procedía del judaísmo. Si no es por fidelidad histórica, hay cosas escritas en los evangelios que no se entienden.

¿EXISTE EL PECADO?

Hay mucha gente que piensa que el pecado no existe y que, en todo caso, se trata de una antigualla propia de tiempos eclesiásticos más oscuros, en los que, dicen, los curas nos atormentaban con la idea de que todo estaba mal (sobre todo, el sexo), que nos íbamos a condenar o cosas parecidas. Desde luego, no abogamos en este artículo por retornar a modos de hacer fundados en el miedo o en la neurosis de la gente. Al contrario, si en el cristianismo podemos hablar con paz y esperanza del pecado es porque tenemos la certeza de la misericordia y comprensión de Dios. Basta con arrepentirnos, confesarnos sacramentalmente y luchar por no caer otra vez. Dios no pide imposibles, pero sí pide que luchemos de modo decidido contra el pecado en nuestra vida, con los medios humanos y sobrenaturales a nuestro alcance.
Olvidar la existencia del pecado es, me parece, una necedad, porque nos da rienda suelta para hacer, en el fondo, lo que queremos y, en consecuencia, para pecar más. Hoy en día, en nuestra sociedad, hemos perdido la conciencia de pecado, es decir, nos hemos ido al extremo contrario al de hace unos años, donde, quizá, existía una obsesión con ese tema, como bien recuerdan nuestros mayores. Ahora bien, negar la existencia del pecado es negar que en el mundo existan zancadillas, injusticias, crímenes, envidias, embustes, explotación de personas, olvido, indiferencia o rebelión frente al amor de Dios, utilización del otro para mis fines… Es negar lo evidente. El pecado existe en su múltiple dimensión de ofensa a Dios y a la Iglesia, al prójimo, a la sociedad y a uno mismo. Ofensa a Dios, porque pecar no es sólo violar o transgredir una norma, sino herir a Dios en lo más profundo de su ser: Él es valedor y defensor de la dignidad humana, de los derechos del hombre creado a Su imagen y semejanza. Además, Dios ama y quiere ser correspondido: le duele nuestra indiferencia o rebelión ante Su amor. Ofensa a la Iglesia, porque el mal que hacemos afea el rostro y prestigio de ésta. Ofensa al prójimo, porque el pecado suele tener consecuencias negativas para otros. Ofensa a la sociedad, porque, a medida que hacemos daño al prójimo, vamos haciéndolo también en el tejido social y contribuimos a las “estructuras de pecado” de las que hablaba Juan Pablo II. Por último, ofensa a uno mismo, porque el pecado mina nuestra integridad ante Dios y los demás, rompe la vida interior, resta fuerzas para luchar, oscurece la conciencia, nos separa del Señor y, si es mortal, puede ser motivo cierto de condenación eterna.
Casi nada.

¿NO ES LA RELIGIÓN ALGO DEL PASADO?

Frecuentemente, oímos estas preguntas: ¿no podemos considerar la religión como un estadio pre-científico de la humanidad, algo propio del pasado y un producto de personas ignorantes, con poco sentido en nuestra época, dominada por el saber, por el avance de la Ciencia? A medida que disminuye la ignorancia, ¿no decrecen también el sentido y la utilidad de la religión?
La religión no puede considerarse como un “estadio pre-científico” de la humanidad, porque, como venimos diciendo estas semanas, el hecho cierto es que en todas las épocas (y también en la actual) la mayoría de los hombres han tenido y tienen alguna religión; muchos de esos hombres han sido y son profundamente cultos, para nada ignorantes, y algunos de ellos (como Galileo, Newton, Planck...) han sido y son científicos, además de creyentes. Por lo tanto, los hechos muestran que Ciencia y Religión no tienen por qué ser contrapuestos, sino que, en la práctica, están llamadas a sostenerse mutuamente y a apoyarse.
Hay, de hecho, un dicho que afirma que un poco de Ciencia aleja de Dios, pero un mucho de Ciencia hace retornar a Él. Al fin y al cabo, la Ciencia no hace sino descubrir leyes estables del Universo que revelan un orden sorprendente, maravilloso, difícil de atribuir al simple y ciego azar: en efecto, si todo fuera un caos absoluto, no tendríamos conocimiento científico. Además, éste satisface una parte de la curiosidad humana, al investigar cómo es y cómo funciona el mundo que nos rodea y al intervenir en él, pero no agota las profundas necesidades psicológicas y espirituales propias del hombre (ya sea culto o ignorante), entre ellas, la necesidad de responder a preguntas básicas, tales como: ¿hay algo después de la muerte?; la necesidad de una respuesta y un sentido ante el dolor o el sufrimiento, ante la injusticia; la sed de una felicidad completa, a veces, difícil de obtener sólo con cosas materiales..., etc.
En suma, la Ciencia solventa una curiosidad intelectual y es un camino que nos acerca al conocimiento de la verdad, pero cumple un papel parcial, incompleto, en la vida humana, porque el hombre, listo o menos listo, tiene otras necesidades aún más amplias. En definitiva, la religión nada tiene que ver con el mayor o menor conocimiento, con la mayor o menor ignorancia, con el mayor o menor progreso de la Ciencia; se relaciona, más bien, con la sed de felicidad, de seguridad, de sentido y de respuestas profundas que ha sido y es común a los hombres, más o menos cultos, de todos los tiempos, incluida nuestra época.

¿ES LO NATURAL SER ATEO?

A la vista de lo que vimos la semana pasada, podemos decir que no es lo natural ser ateo; más bien, al contrario: lo natural en el hombre es ser religioso, pues, como comentábamos, la mayoría de los pueblos han tenido y tienen una religión, algún modo de relacionarse con la trascendencia, con lo desconocido, con la divinidad. En nuestros días, parece que el ateísmo o la indiferencia religiosa toma cada vez más cuerpo en nuestra sociedad, pero, visto de una manera global, se trata de un fenómeno más o menos engañoso, porque, aún hoy, la mayoría de los miles de millones de personas que pueblan la Tierra siguen alguna religión: cristianismo, islamismo, judaísmo, hinduismo... y otras.
Es verdad que, por ejemplo, el cristianismo padece una cierta crisis en cuanto a su práctica, pero sólo en determinadas zonas geográficas, como Europa y Occidente, ya que en otros lugares del mundo (como Asia, África o muchas zonas de Latinoamérica) dicha práctica está creciendo o, por lo menos, se mantiene en altos niveles de estabilidad. De modo que es imposible que desaparezca el sentimiento y el sentido religioso de la humanidad, porque la experiencia indica que éste persiste en todos los tiempos.
El hecho de que algunos hombres, aunque sean muchos, se declaren ateos o indiferentes no anula la norma general, pues, globalmente, en el mundo, siempre hay una mayoría religiosa que supera en número (y con amplísima diferencia) a la minoría que afirma no poseer religión. Puede haber zonas geográficas donde se concentre una mayor propensión hacia la indiferencia o el ateísmo, pero esto va también por modas y según momentos históricos, lo cual se relaciona, como vemos, con factores coyunturales más que con factores naturales.
Además, los motivos de la irreligiosidad son, de ordinario, muy variados y no pocas veces interesados, pues a veces no conviene ni interesa que Dios moleste, que Dios exista, pues se le ve como alguien que coarta la libertad humana con normas engorrosas. Ya se ve, por lo tanto, que, en este caso, los pretextos tienen más que ver con la libertad  de las personas que con la naturaleza humana.
Al fin y al cabo, cuando vivimos bien, cuando tenemos todas las necesidades satisfechas e, incluso, nos sobra para permitirnos algún capricho ocasional u ordinario, resulta fácil olvidarnos de Dios. Somos así. Hasta que, quizá, un día, algún acontecimiento especialmente intenso, en particular si es adverso, puede obligarnos a encarar de frente el problema de Dios. Suelen ser momentos de decisiones fuertes, de un sí o de un no.

¿POR QUÉ LA RELIGIÓN?

Las numerosas religiones son un reflejo de las distintas formas que los hombres han tenido y tienen de acercarse a la divinidad. En efecto, el hombre nace con una sed natural de Dios, como muestran la mayoría de los pueblos y culturas en todos los tiempos. En realidad, podría haber, quizá, tantas religiones como hombres, pero es un hecho que cada tribu, cada comunidad, cada pueblo, nación o porción de humanidad se ha dotado y se dota siempre de unas creencias y ritos comunes, porque el hombre, también por naturaleza, es un animal social, que no puede vivir aisladamente y sin comunicación con los demás. Necesita, por lo tanto, compartir también con otros algo tan íntimo y personal como es la religión. El hombre necesita apoyarse en Dios, pero también en sus otros semejantes. O, mejor dicho, necesita apoyarse en sus semejantes para su relación con Dios.
El ser humano se siente solo y desprotegido en el mundo frente a las fuerzas impredecibles de la Naturaleza, frente a otros hombres... Siente una cierta inseguridad en esta vida que le anima a buscar apoyo y ayuda más allá de sí mismo, en la divinidad, en lo trascendente. Tiene preguntas profundas: ¿De dónde vengo? ¿Adónde voy? ¿Hay algo después de esta vida o me tengo que resignar a la muerte y a la nada? Son inquietudes que interpelan su interior y que le piden buscar respuestas convincentes. A ello le ayudan las religiones, cada una a su manera.
Otras veces, observa el orden y la maravilla del Universo y, ante tanta perfección, intuye que debe de haber alguien superior capaz de haber hecho todo eso con tal exactitud; alguien, desde luego, admirable y benefactor al que se puede o debe adorar con asombro y gratitud. No ha faltado, incluso, la adoración del Sol, de la Madre Tierra…
Además, ante el sufrimiento y el dolor, ante la injusticia, ante la frecuente experiencia del mal en el mundo, se hace necesario también dar respuestas que, si bien no eliminan esos males, sí puedan proporcionarles un sentido para sobrellevarlos mejor.
En suma, el hombre es un ser al que no sólo le basta con comer, dormir y atender a determinadas necesidades biológico-fisiológicas, sino que tiene otras necesidades profundas, psicológicas y espirituales, que también ha de satisfacer. El hombre es un ser en busca de respuestas y en busca de sentido. Por eso se sirve y se ha servido siempre de la religión en sus diversas formas, la cual establece, como su propio nombre indica, esa re-ligazón del hombre con Dios y le ayuda para lo más importante: para vivir.

¿PUEDE EL HOMBRE ALCANZAR LA VERDAD?

Otra cuestión clásica, esta vez en filosofía, ha sido la pregunta sobre si el hombre es capaz de alcanzar la Verdad y de llegar por sí mismo a Dios, a lo que está más allá de su experiencia o de sus sentidos, más allá de lo físico, esto es, a la metafísica. Modernamente, de Hume, Kant… en adelante se ha cuestionado con especial énfasis dicha posibilidad y, aún hoy, asistimos a una crisis de la metafísica. Desde luego, nadie progresará gran cosa en el tema de la existencia de Dios si tiene el pre-juicio (desde luego, filosófico, no científico) de que la mente humana es incapaz de alcanzar la Verdad, lo metafísico, y afirme (desde luego, sin pruebas científicas) que sólo vale el conocimiento obtenido por la ciencia. El hombre se hace preguntas profundas, aunque no precisamente científicas, que, al igual que otras pulsiones (como el comer o el dormir), buscan una respuesta satisfactoria; se trata de preguntas tales como: ¿por qué existo? ¿qué sentido tiene la vida? ¿vale la pena vivir, sufrir y morir? ¿hay algo después de esta vida? ¿existe Dios?, etc. Si, de ordinario, la naturaleza satisface (o es capaz de hacerlo) todas las inclinaciones humanas (comer, con el alimento; dormir, con el sueño...), no se entiende por qué no habría de proporcionar al hombre algún medio (por ejemplo, la inteligencia) capaz de satisfacer esos interrogantes profundos, meta-científicos, producto de su aspiración a la Verdad. El hombre es un ser que pregunta constantemente, con la esperanza de ver resueltas sus inquietudes.
El sentido común y la experiencia nos indican que el hombre puede llegar a la Verdad, gracias, en unos casos, a la ayuda de disciplinas como la Ciencia, la Historia, etc.; gracias, en otros casos, a la intuición, que le hace comprender, sin necesidad de demostraciones, verdades evidentes como “el todo es mayor que las partes”, “algo no puede ser y no ser al mismo tiempo y bajo el mismo aspecto”, etc.; gracias al sentido común (por el que una mayoría de hombres consienten o aceptan sin discusión en cosas que resultaría absurdo negar); y gracias, por último, al uso de la reflexión o la argumentación racional, que, con una lógica, nos lleva a determinadas conclusiones que se revelan como ciertas.
Quien niega los procedimientos anteriores, la aptitud humana para alcanzar la Verdad, degrada al hombre hasta el mundo animal, donde no existe argumentación ni aspiraciones de verdad. Debemos reconocer nuestra dignidad: el hombre es, con todo lo que eso implica, “animal racional”. Lo dijo Aristóteles. Y creo que no se equivocó.

¿ES POSIBLE LA REVELACIÓN?

Algunos autores intelectuales han negado la posibilidad de la Revelación bajo el argumento de que no sería comprehensible por la limitada razón humana y que, incluso, iría contra ésta, contra su naturaleza, la cual, afirman, no puede llegar a captar por sí misma lo sobrenatural. Es una cuestión clásica en Teología. Pero, si Dios quiere revelar algo y ser entendido, lo hace de una manera comprensible para el hombre, esto es, con una pedagogía y un lenguaje adecuados: de hecho, por poner un ejemplo, hay muchos pasajes en la Biblia que emplean un lenguaje antropomórfico o humano para explicar una realidad referida a Dios. Recordemos, en este sentido, cuando se dice en el AT que Dios “se arrepintió” de haber creado al hombre (Gen 6, 6). Está claro que los designios de Dios no pueden ser equivocados y dar lugar a arrepentimiento, pues esto le haría ser un Dios imperfecto. Sin embargo, se emplea la analogía para hacer comprensible una realidad referida a Dios.
Por otra parte, el hecho de que lo sobrenatural contenga, en muchos casos, una parte de misterio incomprensible a la razón humana, no excluye que también contenga, de ordinario, una parte razonable, sobre la que se puede indagar o investigar. Una cosa es que el misterio exceda a la razón y otra cosa muy distinta que la razón no tenga nada que decir sobre el misterio; en efecto, todo misterio tiene algo de razonable y, por lo tanto, no es contrario a la razón y a la naturaleza de ésta. De otro modo, no sería posible la Teología, que se define clásicamente como “fe que busca entender” (fides quaerens intellectum), esto es, como disciplina que busca hacer comprensible al hombre la fe, el misterio, aunque bien sabemos que la razón no puede abarcarlo o agotarlo por completo.
A pesar de que muchas personas pretendan ignorarlo, hay en el hombre, inscrito en su corazón, una sed de Dios, que se manifiesta en la vida de muchos modos: a veces, como insatisfacción con las cosas de este mundo; en otras ocasiones, como deseo de felicidad plena, ansia de verdad, etc. “Nos has hecho para ti y nuestro corazón está inquieto hasta que descansa en ti” (San Agustín). Ante esa necesidad humana que Dios mismo ha puesto en el hombre, no resulta razonable pensar que Él haya pensado en dejarla insatisfecha. Es más coherente pensar que Dios ha hecho al hombre capax Dei, capaz de Dios. De lo contrario, podemos estar seguros de que el cristianismo entero constituye un absurdo, pues se apoya en la Palabra revelada de Dios. Pero más absurdo es pensar en un Creador y Emisor inteligente que no quiera receptor.

sábado, 1 de septiembre de 2012

¿PUEDE LA CIENCIA DEMOSTRAR A DIOS?

La Ciencia, por sí misma, nunca puede ni podrá decir nada sobre la existencia o inexistencia de Dios, pues Dios, si existe, es un ser espiritual que escapa al método puramente empírico propio del conocimiento científico. Dios es una realidad meta-física, más allá de lo físico y de la Física. Afirmar lo contrario (que Dios es material o que todo es Dios -panteísmo-) no está tampoco demostrado (por lo tanto, se trata de una afirmación temeraria) y supone atribuir a la materia propiedades divinas, entre las que destacarían la perfección, la infinitud, la inmutabilidad, etc. Esto contrasta notablemente con las realidades materiales, que, vemos, son limitadas, finitas y cambiantes.
Puesto que Dios está fuera del ámbito experimental, únicamente accedemos a Él por argumentos de razón (filosóficos) que, teniendo en cuenta los datos de la Naturaleza y de la Ciencia, nos llevan, sin embargo, más allá de estas últimas realidades, aunque con una lógica. En este sentido, decir, sin probarlo científicamente, que sólo vale el conocimiento obtenido por la Ciencia es un pre-juicio (o juicio previo) de tipo filosófico, no científico, muy común en la historia del pensamiento y en nuestros días. No está garantizada su verdad; al contrario, el hombre sabe que la Ciencia es un camino más, entre otros muchos, para satisfacer su hambre de conocer. Otros caminos se encuentran también en disciplinas diversas: filosofía, historia, teología…, cada una con su peculiar objeto y método.
Por todo lo comentado, un científico que se atreva a decir algo sobre la existencia de Dios, habla más desde un plano pseudo-científico, filosófico o personal que desde la Ciencia misma.
Hay muchas personas que dicen: “Yo sólo creo en lo que veo, en lo que la Ciencia puede demostrar”. Pero el hombre posee también una capacidad innata, natural, para pensar, razonar y argumentar, algo en lo que, precisamente, se distingue, junto con la libertad, del resto de los animales. Aristóteles definía al hombre como “animal racional”, esto es, un animal que puede usar su razón para hacerse preguntas y responderlas con argumentos, pues resulta innegable su aspiración a la verdad.
La fe, en este sentido, es también muy clara. El Concilio Vaticano I (1870) enseña que Dios “puede ser conocido con certeza por la luz natural de la razón humana, partiendo de las cosas creadas” (Dei Filius, cap. 2). San Pablo también dice lo mismo, hasta el punto de afirmar que los hombres “no tienen excusa” (Rom 1, 20). Una vez más, Ciencia y fe, fe y razón, no se excluyen, sino que se complementan.

¿DIOS UNO Y TRINO?

Veíamos en otro artículo el tema de la unicidad de Dios, esto es, que Dios, si existe, es el único Dios. Ahora bien, la Biblia enseña que ese único Dios es Uno (unidad de Dios) y, a la vez, Trino (trinidad de Dios). Uno, en cuanto que en Él no existe más que una sola substancia, común a tres personas divinas que la integran (Padre, Hijo y Espíritu Santo), las cuales no son tres dioses sino uno solo; Trino, en cuanto que está integrado por tres personas divinas, las cuales forman una comunidad de amor perfectísima, una familia.
Este lenguaje puede parecer un poco lioso, pero el misterio de Dios Uno y Trino se puede explicar y entender de manera más sencilla con una comparación: igual que hay millones de personas que comparten una misma humanidad, esto es, una misma naturaleza humana, la fe nos presenta a Dios como un ser integrado por tres personas que comparten una misma divinidad, una misma naturaleza divina. Hay, pues, en Dios una sustancia divina común a tres personas.
Afirmar todo esto no es posible con la sola razón humana, sino que, en todo caso, se trata de algo que nos tiene que revelar el mismo Dios. Basten algunos ejemplos de la Escritura: “Bautizad en el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo” (Mt 28, 19); “Cuando yo me vaya -afirma Jesucristo-, mi Padre os enviará al Espíritu y el Espíritu os guiará hacia la verdad plena”;  tras el Bautismo y la Transfiguración de Jesús, dice la Escritura que el Espíritu Santo bajó en forma de paloma y se posó sobre Jesús, al tiempo que una voz del cielo gritaba: “Éste es mi Hijo amado; escuchadle” (Mt 3, 16-17; Mc 1, 10-12; Lc 3, 22). Los teólogos consideran ésta una manifestación expresa y patente de la Trinidad. Por lo tanto, el misterio de Dios Uno y Trino está sobradamente justificado desde el punto de vista bíblico.
Y desde la reflexión natural, tan solo nos atrevemos a dar un argumento de conveniencia, esto es, decir que, dada la naturaleza perfecta de Dios, le conviene estar integrado por varias personas y no sólo por una, pues, de otro modo, sería un Dios solitario, lo que, en cierto modo supondría una carencia, una imperfección. En efecto, la persona que ama tiende a la sociabilidad, al diálogo, a la comunicación, pues, si no, se queda incompleta y, por ello mismo, imperfecta. Amar perfectamente, plenamente, no es amarse a sí mismo, sino amar a otro, y a otro de igual dignidad. Por lo tanto, el misterio de Dios Uno y Trino excede a la razón, pero vemos que no es absurdo, que no se opone en absoluto a ella.

¿SÓLO HAY UN DIOS?

Sólo puede haber un único Dios, porque, si existieran varios dioses, habría límites entre ellos, lo cual sería signo de imperfección, y ninguno podría ser, en el fondo, verdadero Dios, pues ya vimos que un Dios imperfecto no puede ser Dios. De haber varios dioses, lo normal es que, al final, existieran también diferencias de criterio entre ellos, fruto de su respectiva limitación, lo que haría prácticamente imposible, por ejemplo, la armonía, el orden, la unidad y la coherencia que vemos en la Creación o, incluso, en la moral. Cabe la hipótesis de que se pusieran de acuerdo para aunar criterios respecto a la creación del Universo, las normas de la moral, la redención humana, etc., pero, si son distintos, en algún momento tendrían que aflorar esas diferencias, pues resultaría extraño, dada su respectiva limitación, que se pusieran siempre de acuerdo y en todo. Lo normal es que alguno de ellos quisiera en un momento dado hacer valer su impronta, su criterio o su sello personal, a diferencia de los otros, y que hubiera discrepancias. En suma, si existen varios dioses, bien se diferencian en algo (y entonces son limitados, con lo que dejan de poseer verdaderas características divinas), o bien no se diferencian en nada (y entonces son el mismo dios).
Este tema es conocido en Teología como el de la unicidad de Dios, es decir, que Dios es el único Dios que existe. “Yo soy el que soy”, le dijo Yahvé a Moisés en el famoso episodio de la zarza ardiente (Ex 3, 14). Podemos entender esa expresión como “yo soy  el que existe desde siempre por mí mismo y no por causa de otro” o también como “yo soy el único que soy, el que existe por antonomasia”.
Ya desde el AT hay un interés notable por parte de Dios en manifestarse como el único Dios que existe: “Escucha Israel, el Señor, nuestro Dios es el único Señor” (Dt 6, 4) y a Él sólo hay que darle culto: “No te vayas tras otros dioses, tras los dioses de las naciones que te rodean, pues el Señor, tu Dios, que está en medio de ti, es un Dios celoso…” (Dt 6, 14-15). Dios reprueba que Israel adore a ídolos falsos que no existen, pero fue ésta una tentación en la que el pueblo elegido cayó a menudo. También nosotros podemos caer en la tentación de adorar ídolos de barro que falsamente ofrecen felicidad, poniendo nuestra atención y confianza más en las cosas terrenas que en el mismo Dios. Pero Jesús mismo nos advierte: “Al Señor tu Dios adorarás y a Él solo servirás” (Mt 4, 10; Lc 4, 8). Pues lo dicho: demos culto a nuestro único Dios y Señor.


¿CÓMO ES DIOS?

Se podrían decir muchas cosas acerca de cómo es Dios, pero, desde un punto de vista razonable (es decir, que usa únicamente la razón para argumentar), lo más importante que podemos decir es que Dios es un ser sumamente perfecto. La lógica dice que la imperfección es impropia de la divinidad: así que, si existe Dios (como tratamos de esbozar la semana pasada), tiene que tener todas las perfecciones, es decir, todo lo bueno y positivo en grado sumo, perfecto e infinito (lo finito es limitado y, por lo tanto, imperfecto, impropio de Dios).
Por lo tanto, podemos estar seguros de que Dios es suma y perfectamente bueno, suma y perfectamente amoroso, suma y perfectamente justo, sabio, inteligente, misericordioso, comprensivo, afable, alegre y feliz..., además de todas las buenas cualidades que podamos imaginar y atribuirle. Es eterno (lo veíamos también la semana pasada, en la que mostrábamos la necesidad de que alguien haya existido desde siempre). Lo temporal tiene límites y, por lo tanto, imperfección, lo que, como venimos repitiendo, sería impropio de Dios.
Dios es también inmutable, porque, si fuera mudable, una especie de veleta que ahora dice o hace para desdecirse o deshacerse después, tendría una imperfección que es impropia de Dios. Dios, o es perfecto en todo, o no es Dios. Y por supuesto, Dios es espiritual, porque la materia tiene límites y, en consecuencia, también imperfección: otra cosa muy distinta es que la Segunda Persona de la Santísima Trinidad se haya hecho hombre y haya asumido la limitación de un cuerpo humano, por otra parte superada con su resurrección, en la que el cuerpo ya no tiene límites espacio-temporales.
Todo lo anterior no pretende detallar de una forma exhaustiva cómo es Dios, pero sí hacer ver cómo esto cuadra perfectamente con la Revelación cristiana, contenida en la Sagrada Escritura y la Tradición, ambas interpretadas por el Magisterio de la Iglesia. En ella se nos dice que Dios es un Dios Padre y amigo del hombre, un Dios Amor, Misericordia y Perdón, que desea para todos nosotros lo mejor y que nos llama a participar, ya en la Tierra, de su vida eterna. Desea la salvación de todos (“que ninguno de éstos se pierda...”, dice Jesús) y está dispuesto a hacer lo que sea (incluso, a clavarse en la Cruz con un sufrimiento indecible) para lograr ese propósito. Dios es un Dios bueno, amoroso y perfecto, porque, de otro modo, no podría ser Dios.

¿EXISTE DIOS?

Afirma un viejo autor, José María Ciurana, que la verdad de la existencia de Dios es una verdad sencilla, de sentido común y al alcance de todas las mentalidades. Podríamos dar algunos argumentos: 
1º) Algo o alguien ha tenido que existir desde siempre, eternamente, pues, de lo contrario, ahora no existiría nada, ya que sabido es que de la nada no sale nada (en esto último están de acuerdo hasta los filósofos más ateos). ¿Ha podido ser algo lo que exista eternamente? No, porque los científicos están de acuerdo en atribuir a la materia, al Universo, una edad limitada, no eterna, de unos 15.000 millones de años. Pero, si no ha podido ser algo lo que exista eternamente, sólo nos queda ya la opción de que sea alguien el que haya existido desde siempre. Y ese alguien es a quien llamamos Dios.
2º) Si sabemos que un ordenador supone forzosamente la existencia previa de alguien inteligente (el hombre) que lo haya proyectado y creado, ¡cuánto más habremos de pensar lo mismo de una simple célula o de cualquier ser vivo, que es muchísimo más complicado que cualquier artefacto hecho por el hombre!
3º) El evolucionismo ha podido ser perfectamente posible, como reconoce la Iglesia; ahora bien, lo curioso de ese proceso es que sigue una línea ascendente (y por ello, parece que “dirigida”), siempre de lo menor a lo mayor, de lo más simple (microorganismos) a lo más complejo (hombre). Puede entreverse en dicha evolución una tendencia, una dirección, una finalidad, que no parece creíble atribuir al simple azar irracional y ciego. Un ínfimo cambio en las condiciones o circunstancias de cada nivel en dicho proceso evolutivo habría variado considerablemente las cosas, hasta impedir, incluso, los resultados que conocemos. Si la distancia entre la Tierra y el Sol fuera distinta, la vida en nuestro planeta se haría imposible, bien por excesivo frío o por excesivo calor. ¿Pura casualidad?
4º) El científico Hoyle, por ejemplo, veía grandes problemas en que, mediante simples mezclas químicas accidentales, se formaran 2.000 enzimas esenciales para la vida, pues la probabilidad de que eso sucediera equivaldría a la de obtener una serie seguida de 50.000 seises de un dado no trucado. En suma, el azar irracional y ciego explica bien poco las cosas, pues es necesaria una casualidad tras otra, cada vez más compleja, organizada y de casi nula probabilidad estadística para generar, en una lotería perfecta, el asombroso orden del Universo y al hombre racional-libre. Pero está claro que algunos creen en “otros” milagros.


¿TEOLOGÍA DE LA LIBERACIÓN?

El Evangelio mismo es liberación. Recordemos que Jesucristo alude a un pasaje de Isaías al inaugurar su misión y dice que lo que ahí está contenido se cumple con Él: “El Espíritu del Señor está sobre mí, porque me ha ungido. Me llevado a llevar la buena noticia a los pobres, a anunciar la libertad a los presos, a dar la vista a los ciegos, a liberar a los oprimidos y a proclamar un año de gracia del Señor (Lc 4, 18-22)”.
Sin embargo, hemos de evitar reducir la Iglesia sólo a una especie de ONG de promoción humana o de lucha por la justicia social, prescindiendo del ámbito espiritual o religioso, prescindiendo de la gracia. En efecto, el Evangelio, leído íntegramente, nos habla de que Jesucristo ha venido fundamentalmente para librarnos del pecado y de sus consecuencias: del sufrimiento (enfermedad, opresión…) y de la muerte (eterna). Quedarse sólo en la parte del Evangelio que habla de liberar del sufrimiento u opresión física (y no espiritual) es sesgarlo, empequeñecerlo o reducirlo. Cristo asume todo eso, pero va mucho más allá. La palabra clave, más que liberación, me parece que es salvación. Cristo ha venido para salvar al hombre de las ataduras del pecado, del sufrimiento y de la muerte.
Tampoco podemos entender el Evangelio con meras categorías políticas. De hecho, Jesucristo huye siempre de una interpretación política de su misión, hasta el punto de que, cuando quieren proclamarlo rey, se escapa corriendo. Luego, al final de su vida, Pilatos le preguntará: “¿Tú eres Rey?” (Jn 18, 37). Y Jesús contestó: “Tú lo has dicho. Yo soy Rey”, pero añade: “Mi reino no es de este mundo” (Jn 18, 36). Su reinado es, ante todo, un reinado espiritual más que temporal. Él quiere reinar en el corazón de cada hombre. Y, en otro momento, afianzará el sentido verdadero de su enseñanza diciendo: “No sólo de pan vive el hombre, sino de toda palabra que sale de la boca de Dios” (Mt 4, 4; Lc 4, 4)”. Hablará, además, de comer el pan del cielo, que es Él: “Yo soy el Pan vivo bajado del cielo. El que coma de este pan vivirá para siempre” (Jn 6, 51).
Por eso, una Teología de la liberación que no tenga en cuenta todos estos aspectos y se quede en una visión evangélica exclusivamente de tipo humano o socio-político acaba un poco coja o manca. Por otra parte, determinados teólogos de dicha corriente han llegado a aplicar las categorías del marxismo al cristianismo, de modo que justifican la rebelión violenta de los oprimidos frente a los opresores e, incluso, entienden al pueblo de Dios como enfrentado en una lucha de clases (jerarquía “burguesa” frente a pueblo llano “oprimido”, lo que justificaría que éste se rebele contra aquélla. De hecho, las disidencias y desobediencias en este ámbito respecto al Magisterio oficial de la Iglesia resultan frecuentes). En suma, con esta visión corren peligro la paz y la unidad, en la Iglesia y en la sociedad.

¿QUÉ DICE LA IGLESIA DE OTRAS RELIGIONES?

Dice el Magisterio eclesiástico: “Los que sin culpa suya no conocen el Evangelio de Cristo y su Iglesia, pero buscan a Dios con sincero corazón e intentan en su vida, con la ayuda de la gracia, hacer la voluntad de Dios, conocida a través de lo que les dice su conciencia, pueden conseguir la salvación eterna” (Catecismo, nº 847; Const. Dogm. Lumen Gentium, nº 16; etc.).
En todo caso, añadimos nosotros, la Iglesia cree que quienes se salven de este modo lo harán (aun sin saberlo) por mediación de Cristo mismo presente en ella. Es decir, “no tenemos otro nombre [que el de Cristo] bajo el cual podamos salvarnos” y Cristo actúa hoy, en su ausencia histórica, por medio de la Iglesia. La mediación de Cristo y de la Iglesia (su cuerpo místico) son, pues, necesarias para la salvación. En efecto, dice así el Concilio Vaticano II: “Por eso, no podrían salvarse los que, sabiendo que Dios fundó, por medio de Jesucristo, la Iglesia católica como necesaria para la salvación, sin embargo, no hubiesen querido entrar o perseverar en ella» (Lumen Gentium, nº 14). En suma, “toda salvación viene de Cristo-Cabeza por la Iglesia que es su Cuerpo” (Catecismo, nº 846), lo sepan o no los potenciales “beneficiarios”. De este modo hay que entender el conocido y clásico axioma de que “fuera de la Iglesia no hay salvación”.
Por otra parte, “la Iglesia aprecia todo lo bueno y verdadero que puede encontrarse en las diversas religiones ‘como una preparación al Evangelio y como un don de aquel que ilumina a todos los hombres, para que al fin tengan la vida’ (…). Pero, en su comportamiento religioso, los hombres muestran también límites y errores que desfiguran en ellos la imagen de Dios” (Catecismo, nº 843-844). De ahí viene la misión evangelizadora de la Iglesia, para dar a conocer el auténtico camino de salvación que es Cristo (“Yo soy el Camino…”) y para procurar que los hombres se adhieran a él.
En cuanto a otras confesiones cristianas no católicas, el Magisterio dice: “Los que creen en Cristo y han recibido ritualmente el bautismo están en una cierta comunión, aunque no perfecta, con la Iglesia católica". Con las Iglesias ortodoxas, esta comunión es tan profunda que le falta muy poco para que alcance la plenitud que haría posible una celebración común de la Eucaristía del Señor” (Catecismo, nº 838). Esas confesiones cristianas sí pueden considerarse caminos o vías de salvación (al contrario que los ritos de otras religiones), porque tienen elementos de la Iglesia que Cristo fundó (palabra de Dios y sacramentos). En mayor o menor grado, poseen la garantía de la gracia y presencia de Jesucristo; pero la plenitud de los medios de salvación y de la gracia está en la Iglesia católica, la que Cristo fundó sobre el fundamento de Pedro y de los apóstoles. Por eso es necesario conseguir la unidad.



¿ESPIRITUALIDAD FRENTE A RELIGIÓN?

Cierto amable lector me escribe para decirme que él se sitúa más en la espiritualidad que en la religión, pero me parece una contraposición falsa, pues toda religión presupone una espiritualidad. Y, con mayor o peor acierto, cualquier religión establece un tipo de relación con la divinidad, es decir, una relación vertical (de abajo a arriba y/o viceversa) del hombre con Dios; una relación en la que se supone que la religión marca unas normas, que se consideran procedentes de lo Alto.
Mucho me temo que una espiritualidad hecha al margen de la religión sea una espiritualidad que, en el fondo, quiere prescindir de Dios y de la norma, también de la norma ética o del compromiso moral; se trata, por lo tanto, de una espiritualidad hecha “a la carta”, a mi medida, sin compromiso ético, en el que yo hago ciertas prácticas consideradas como “ascéticas” o “espirituales”, pero luego me olvido de todo y hago en mi vida lo que me da la gana. Ya se ve que una espiritualidad así no escapa al egoísmo y al capricho del hombre, quien puede, de algún modo, “utilizar” lo espiritual para sus propios fines (para sentirse bien, para liberarse…), pero no para el fin primordial: dar gloria y alabanza a Dios (de palabra y de obra).
Una espiritualidad hecha al margen de Dios (es decir, sin ninguna religión) es una espiritualidad necesariamente viciada, hecha al capricho del hombre y, por lo tanto, egoísta y orgullosa (porque quiere ser autónoma hasta el punto de prescindir de Dios y de la justa relación con él marcada por la virtud de la religión). Me parece complicado que una espiritualidad así pueda dar la salvación eterna, porque, en el fondo, se olvida del Creador y Redentor, se olvida de Dios.
Tenemos que tener cuidado con ciertas “espiritualidades” que sustituyen a un Dios personal por conceptos vagos e impersonales como “una Energía”, “el Conocimiento” y cosas así. Dios no es una energía ni un conocimiento. Es un Ser personal que quiere establecer una relación de tú a tú contigo y conmigo. La energía o el conocimiento, por sí mismos, no son capaces de dar un céntimo de euro por el hombre. El Dios personal en el que creemos, el Dios Amor, sí. En el cristianismo, creemos que hasta su propia vida, y a precio de sangre.
En la religión (y más aún en el cristianismo), es muy importante que fe y obras vayan de la mano (el apóstol Santiago viene a decir que una fe sin obras resulta inútil). Cualquier religión seria postula un compromiso moral acorde con la fe que se profesa; y, cuando se da esa ruptura entre la fe y las obras, es cuando decimos que se da el pecado, la incoherencia que ofende a Dios y nos hace daño tanto a nosotros mismos como a los demás.

¿ES NECESARIA LA RELIGIÓN PARA SALVARSE?

Alguna vez he escuchado que no es necesaria la religión para salvarse, que basta con ser buena persona y con amar mucho a los demás, con ser honesto…etc. Todo eso es importante, qué duda cabe; incluso, cabe pensar que sea condición sine qua non para obtener la salvación. Ahora bien, no parece suficiente. Recordemos que Jesucristo, cuando le preguntan cuál es el mandamiento principal, responde: “Amarás a Dios [primero] sobre todas las cosas (…) y al prójimo [segundo] como a ti mismo”. Es decir, hay que amar a Dios y a los demás. En efecto, podemos ser muy buenos con los demás, pero ingratos y olvidadizos con Dios, con lo cual no estamos siendo plenamente buenos. Y así, hay gente que puede ser lo que comúnmente se considera “buena persona”, pero pocas veces se le ocurre ir a misa (¿qué dirían nuestro padre o nuestra madre si faltásemos sin motivo a su fiesta de cumpleaños o de las bodas de plata/diamante?); o gente que no reza nunca; o que no tiene un detalle de amor por Dios… Esto vale también para cualquier otra religión: se puede ser buena persona, pero mal musulmán y no ir nunca a la mezquita… Eso no está bien.
La virtud de la religión (de la re-ligazón del hombre con Dios, en sentido vertical, de abajo a arriba) es una virtud de justicia con nuestro Creador y Redentor, que tanto nos ama. Amor con amor se paga y, por lo tanto, practicar la religión (y no sólo el amor por los demás) es necesario para salvarse, porque lo contrario supone un acto de grave injusticia, desdén o ingratitud para con Dios, que nos lo ha dado todo, empezando por la existencia y (creemos en el cristianismo) la salvación a precio de sangre. Jesús mismo oraba, iba al templo… amaba a Dios y también a los demás.
Pero es que, cuando uno se olvida de Dios y de sus mandamientos, acaba por olvidarse también de sus hermanos los hombres y no tiene mala conciencia por insultar, por trepar a costa de otro, por hablar mal del vecino, por blasfemar… El olvido de Dios produce con facilidad el olvido del hombre, de los demás, porque, sin Dios, esto parece una ciudad sin ley. Y así, alguien puede ser, en líneas generales, buena persona, pero admitir el aborto y la eutanasia, la animadversión o el rencor contra su hermano... Puede colar un mosquito y tragarse un camello, porque el ser humano suele tener este tipo de contradicciones… De modo que tampoco resulta posible amar plenamente a nuestros hermanos (en sentido horizontal), si no amamos plenamente a Dios (en sentido vertical).

¿TODAS LAS RELIGIONES SALVAN IGUAL?

Por las razones que dábamos en nuestro anterior artículo, concluíamos diciendo que no es lo mismo ser cristiano que no serlo. Y, del mismo modo, damos un paso más afirmando que, en consecuencia, no es lo mismo ser salvados por Dios o por una persona divina (Cristo, como sucede en el cristianismo) que esforzarse por que Dios nos salve, si quiere (como puede suceder en otras religiones). Lo hemos dicho, quizá, de un modo algo impreciso (con nuestras propias palabras), pero, resumiendo, no es lo mismo que la iniciativa de la salvación parta de Dios, con un inquebrantable compromiso de su parte (como en el cristianismo) a que la iniciativa de la salvación parta del propio hombre, buscando la benevolencia divina (otras religiones).
Hay un hecho incuestionable desde un simple argumento de razón: si es verdad que Dios mismo se implica de modo personal en la salvación humana (hasta el punto de hacerse hombre), la religión que eso profesa es no sólo la plenamente verdadera, sino la que contiene la plenitud de salvación. ¿Por qué? Porque Dios no puede cometer incoherencias, no puede engañarse ni engañar ni, en consecuencia, revelar algo en un sitio y otra cosa distinta en otro. Decir esto es más importante de lo que a simple vista parece. En efecto, damos con la clave del porqué de la “misión” de la Iglesia y del porqué es necesario que ésta predique la plenitud de la salvación (la plenitud de los medios de salvación) a quienes, aun teniendo destellos de la verdad divina (“semillas del Verbo”, suele decirse), carecen de dicha plenitud; o, incluso, poseen luces mezcladas con doctrinas o actitudes clara u objetivamente erróneas, contrarias, no pocas veces, a la dignidad de Dios y a la dignidad humana.
Por lo tanto, es muy importante tener claro que la salvación ofrecida por Dios mismo es plenitud (grifos plenamente abiertos, por emplear una metáfora), mientras que la salvación buscada por el hombre tiene importantes limitaciones (grifos abiertos, gracias a la misericordia divina, pero con desigual intensidad de “chorro”, según nuestra metáfora, en función de qué religión se profese). Así pues, tenemos que afirmar, por un lado, que la bondad y el amor de Dios no niegan a ningún hombre la posibilidad de salvarse, pero tampoco podemos caer en el relativismo de pensar que da igual pertenecer a cualquier religión (pues, de todos modos, uno tiene posibilidad de salvación). Empleando otro símil, no es lo mismo salvarse de la quema si el bombero viene a buscarte que si tú tienes que buscar al bombero; o no es lo mismo bañarse en el mar que en un riachuelo de poca monta.

¿SON IGUALES TODAS LAS RELIGIONES?

No. Todas las religiones no son iguales: ni por creencias ni por doctrina ni por ritos ni por su manera de entender a Dios ni tampoco por el modo de relacionarse con Él. Además, el cristianismo se distingue esencialmente de todo el resto de religiones: para empezar, confiesa un monoteísmo un tanto “peculiar” con el dogma de la Santísima Trinidad (Dios es Uno y Trino a la vez, tres personas divinas que constituyen un solo Dios); y lo más importante, afirma que la Segunda Persona de esa Santísima Trinidad, el Verbo, se ha encarnado, se ha hecho carne de nuestra carne, se ha hecho hombre.
Por lo tanto, el cristianismo no es, como vemos, un monoteísmo más; no es ni siquiera una religión más que se tenga a sí misma como “revelada” (cual sucede con el judaísmo o el islamismo, por ejemplo). Va mucho más allá: cree que Dios se ha hecho hombre, uno de nosotros; que Él ha entrado en la historia humana, de modo que la religión ya no supone un esfuerzo, más o menos “a tientas”, del hombre por buscar y encontrar a Dios, sino que, en ella, Dios mismo sale al encuentro del hombre (haciéndose “uno de tantos”) para dársele a conocer de tú a tú y llamarle a una altísima vocación, por medio de la gracia: participar de Su misma y felicísima vida intra-trinitaria. Lo cantaban los antiguos Padres de la Iglesia: “¡¡Dios se hace hombre para que el hombre se haga Dios!!”. Se trata de un plan y de una vocación más alta que la prevista para los ángeles, los cuales, teniendo una naturaleza superior a la humana, sin embargo no poseen el “status” de hijos de Dios ni tampoco el gozo de que Dios se haya hecho “ángel” como ellos. El hombre, sí. Según la fe cristiana, el Padre nos hace “hijos en el Hijo” por la acción del Espíritu Santo y así nos introduce en la vida intra-trinitaria, en la divina vida de la gracia. Así pues, en el cristianismo, la iniciativa parte de Dios, no del hombre, y éste debe limitarse a dar una respuesta de fe.
Pero, además, el cristianismo cree que ese Dios-hombre tiene tanto interés en la suerte humana, tanto amor, que no se queda plácidamente en la lejanía de su trascendencia (como en tantas otras religiones), sino que se implica, hasta el punto de sufrir, luego morir por los hombres en la Cruz y más tarde, resucitar. La fe católica profesa que, vivo, Jesucristo actúa ahora a través de Su Iglesia, que es como la prolongación Suya en la historia. No sólo eso, sino que confiesa también que ese Cristo resucitado se queda permanentemente con los hombres en la Sagrada Eucaristía, con su cuerpo, sangre, alma y divinidad. Ninguna otra religión dice algo igual. Otras religiones dependen del aleatorio beneplácito divino; el catolicismo tiene la garantía de la acción y la salvación divinas por medio de la Iglesia; la garantía de la presencia real de Jesucristo en la Eucaristía y en los demás sacramentos. Por lo tanto, no puede dar lo mismo ser cristiano que no serlo.

sábado, 14 de abril de 2012

¿MATRIMONIO "GAY"?

Mucha gente suele preguntar por qué los católicos nos oponemos al matrimonio ‘gay’ y argumenta que su existencia en la actual legislación no obliga a nadie a casarse con un homosexual (lo cual es cierto); facilita “un derecho” para quien quiera ejercerlo y “no molesta a nadie” (es más -se pregunta- qué nos importará lo que hagan o dejen de hacer los demás; en este caso, los homosexuales. Por supuesto, también estamos de acuerdo en este punto). Y dicen que queremos imponer a los demás nuestras concepciones religiosas (en este caso, sobre el matrimonio), lo cual no me parece cierto, porque estamos convencidos de que el matrimonio tradicional constituye una cuestión más de ley natural que de religión (notemos que las parejas gays no pueden tener hijos naturales, una de las grandes razones de la institución matrimonial); y, por otra parte, desde el punto de vista político o democrático, no imponemos nuestras convicciones (ni podemos hacerlo), sino que debemos reunir la mayoría suficiente para plasmarlas en leyes, como todo el mundo.
Otra cosa muy distinta es que, también como todo el mundo, tengamos derecho a protestar y a mostrar nuestras discrepancias cuando las leyes legítimamente aprobadas por los órganos pertinentes no nos gustan. Y a hacerlo con convicción, con fuerza, con vehemencia, si hace falta. Ahí estamos en igualdad de condiciones con otros ciudadanos, porque vivimos en una democracia que nos da los cauces pacíficos y legítimos para ello.
Ocurre sólo que el matrimonio gay nos parece algo fuertemente “contra-natura” y estamos muy convencidos de que legislar sin tener en cuenta dicha ley natural (válida para creyentes e increyentes) trae graves perjuicios sociales y personales. ¿Qué tipo de  perjuicios?
Desde el punto de vista social, un perjuicio, primero, para la mentalidad dominante en la sociedad y para el concepto mismo de matrimonio, que se devalúa. Si ahora (porque esta ideología ha ‘calado’ en tiempos relativamente recientes, de unos años para acá) se nos ocurre pensar que el matrimonio es cualquier cosa (por ejemplo, que se junten dos personas del mismo sexo), nada nos impedirá pensar, hoy o en el futuro, que el matrimonio sea también una fórmula válida para que se casen, contra toda ley natural, el padre con la hija o con el hijo, el hermano con la hermana o con el hermano, el abuelo con la nieta o con el nieto, dos amigos o dos personas que comparten piso de alquiler… Un ‘totum revolutum’. Pues, si la cuestión consiste en extender derechos, extendámoslos a todos, no sólo a los lobbys gays (¿qué dirán, por ejemplo, los partidarios de la bigamia o de la poligamia? ¿No podemos “matrimonializar” los tríos o las relaciones "a cuatro"?). Y si el matrimonio es cualquier cosa, al final, en el fondo, no es nada; algo difuso, no se sabe muy bien lo que es. Nos entra el relativismo puro y duro.
Además, difuminado el concepto de matrimonio, ya estamos viendo también que, en nuestra actual legislación española, se difumina igualmente el concepto de padre y madre, que se sustituyen por los ambiguos conceptos de “progenitor A” y “progenitor B”. Un escándalo. O sea, que ya no sólo queda “light” lo de esposo y esposa, sino que tampoco existen, genuinamente, los padres. El siguiente paso, ¿cuál será? Lo más grave de todo esto es que va creando una mentalidad social un tanto difusa, un pensamiento débil que traga sin rechistar con cualquier idea, sin valores ni concepciones claras, que, en este tema, hace, por ejemplo, 25 años no hubiera defendido ni el mismísimo Santiago Carrillo, del PCE. Ni se le ocurría. Tampoco a casi nadie en la sociedad. Hoy, defender eso se considera lo “progresista” y “de izquierdas”. Pero supone un perjuicio real. Las leyes crean mentalidad, a veces contra todo sentido común.
Además, si el plato del matrimonio gay viene acompañado con su guarnición  de adopciones legales, añadimos al perjuicio social un claro perjuicio personal para los hijos adoptados, a los que se priva del referente (distinto, pero complementario en lo físico y en lo psíquico) de la paternidad y de la maternidad, de la masculinidad y de la femineidad. Ni el matrimonio heterosexual ni el homosexual garantizan por sí solos un ambiente, clima o educación adecuados, pero, al menos, el matrimonio heterosexual asegura algo que el otro no puede dar: el influjo, distinto y complementario, de lo masculino y lo femenino. Debemos medir muy bien el posible daño que, a corto, medio o largo plazo, puede hacerse a los hijos privándoles de dicha influencia para su crecimiento, maduración y formación. Pero los experimentos, mejor con gaseosa, nunca con personas.

¿LA IGLESIA TIENE PRIVILEGIOS?

La Iglesia ni tiene privilegios en la sociedad de hoy (más bien, tiene muchos desprecios) ni los busca. Pudo haber épocas pasadas en las que sí tuviera privilegios, pero pienso que ella misma se ha ido dando cuenta de que constituían más un obstáculo que una ayuda para su misión y se ha ido purificando de ellos; como mínimo, conformándose sin problemas con el hecho cierto de que la mayoría de las sociedades actuales ya no se los toleran, y, quizás, con razón. Si en épocas pasadas hubo privilegios, habrá que saber el contexto histórico de qué y por qué sucedió, pues no parece adecuado juzgar el pasado con nuestra mentalidad presente; y, por otra parte, muchas veces han sido los mismos gobernantes o políticos quienes se los han concedido: en ocasiones, porque se consideraban cristianos, otras por razones estratégicas o de diversa índole… De modo que no sólo la Iglesia ha tenido, digamos, la “culpa” de esos honores, sino también los mismos políticos... En caso de quedar alguna reminiscencia de todo aquello, podemos calificarla como residual y se debe a que la historia tiene también su peso en el presente.
De todas formas, sigue habiendo personas que hoy consideran privilegios a cosas que no lo son. Por ceñirnos a la realidad nuestra más cercana, la de España, algunos califican como tal el dinero que la Iglesia obtiene del Estado a través de la casilla del IRPF voluntariamente marcada por algunos ciudadanos. No se trata de un dinero que el Estado dé porque sí, sino que éste se limita a canalizarlo, por varios motivos: 1º) Hay una voluntad libremente expresada por determinados ciudadanos que marcan la casilla. Otras religiones también han llegado a acuerdos similares con el Gobierno; 2º) La Iglesia, se quiera o no, ejerce a través de sus sacerdotes, misioneros y agentes de pastoral una aportación o labor social de alivio del sufrimiento, de consuelo, de orientación, de educación en valores por medio de sus catequesis… que cuesta dinero y que no debe exonerar al Estado; 3º) Si otros colectivos sociales como el cine, el deporte, los sindicatos… reciben dinero del Estado, ¿por qué no iba a recibirlo otra realidad social como es el hecho religioso y, en particular, el catolicismo?; 4º) España es un Estado aconfesional, sí, pero se limita a cumplir con el artículo 16.3 de la Constitución, que no desprecia las religiones, sino que, más al contrario, pide colaborar con ellas (y, en primer lugar, con la Iglesia católica).
Otro tanto se podría decir respecto al dinero público que reciben colegios o instituciones católicas, cuya aportación social compete compensar al Estado y le ahorra indirectamente miles de millones de euros anuales. Además, éste debe garantizar el derecho constitucional de los padres a elegir libremente la educación para sus hijos, incluida si es católica (hecho que justifica los conciertos y el pago a profesores de religión). ¿Qué más “privilegios” tiene la Iglesia? ¿Alguien lo puede decir?

jueves, 1 de marzo de 2012

¿QUÉ SENTIDO TIENE EL DOLOR?

El dolor tiene un sentido humano y un sentido religioso. Es fácil decir esto, sobre todo, cuando no se tienen grandes dolores ni sufrimientos, porque, aunque el dolor pueda tener algún sentido, es complicado y duro para todo el mundo pasar por él. A nadie le gusta sufrir, a no ser que tenga un punto de masoquista. Ahora bien, si somos capaces de descubrir algún sentido al dolor, esto nos va a dar fuerzas para soportarlo o sobrellevarlo mejor cuando llegue. Por eso, es bueno pensar con alguna frecuencia en el dolor, especialmente cuando gozamos de salud o de parabienes, porque así, cuando vengan tiempos peores, estaremos mejor preparados para hacerles frente con más garbo y energía, con más salud psíquica y emocional, con más “sentido”.
Decíamos que el dolor tiene un sentido “humano”, aunque, quizá, la palabra que mejor se adecua a lo que queremos decir es que el dolor tiene un sentido “humanizador”. Efectivamente, el dolor (como la muerte) nos iguala a todos los hombres: a pobres y a ricos, a listos y menos listos, a personas de un “status” y de otro. Es una experiencia universal de la humanidad: todos hemos pasado, pasamos o pasaremos alguna vez en nuestra vida por él, en mayor o menor medida. De modo que el dolor sitúa al hombre ante su verdadera y frágil naturaleza. Así, nadie puede creerse más que nadie: todos somos iguales, pues, por muy bien que nos vaya en la vida o por mucha salud que disfrutemos, al final (tarde o temprano) la experiencia del dolor nos enseñará que, en el fondo, no somos nada, no somos nadie. No tenemos por qué creernos superiores a los demás. Por lo tanto, el dolor pone al hombre en su verdadera perspectiva, en su verdadera dimensión. Le enseña, en definitiva, a ser humilde. Y éste es un rasgo humanizador del dolor muy importante, capaz de hacernos mejores, más humanos, porque no nos creemos más que nadie ni miramos a nadie por encima del hombro.
El dolor humaniza también porque tiene un sentido purificador. Muchas veces, ante un revés en la vida, ante una enfermedad más o menos importante, ese sufrimiento hace reflexionar a la persona y le hace cambiar un rumbo equivocado, una actitud claramente errónea, un problema de carácter o de trato con los demás, de envidia, de creerse muy importante, etc. Se puede decir que el dolor es como un “filósofo” que nos habla, nos hace pensar y, en ocasiones, cambiar de actitudes. El dolor relativiza la importancia que damos a muchas cosas; reordena nuestra jerarquía de valores. Nos ayuda a dar más importancia a cosas a las cuales no se la dábamos, pero que la tenían, y dejar de dársela a otras cosas que sí nos parecían muy importantes, pero que, en realidad, no lo son tanto. Hay mucha gente que, después de una experiencia fuerte de sufrimiento, sabe valorar y apreciar mejor los pequeños detalles y placeres de la vida: un simple amanecer, el aire que respiramos, el gesto o la sonrisa de un amigo, el solo hecho de estar vivo… El dolor humaniza porque, si sabemos encauzarlo bien, nos hace más sencillos y sensibles. Además, suele decirse que el hombre aprende más de los reveses que de los tiempos favorables, de las “cruces” que de las “luces”.
Por eso, el dolor es un “mal” que nos puede hacer mucho “bien”. Tiene, además, un valor educativo y medicinal. Nos enseña a tener paciencia, a ser más fuertes, a enreciar nuestro carácter, a aprender del sufrimiento y de la experiencia, a comprender y ayudar a los demás cuando también lo pasan mal, a ser virtuosos y generosos con ellos, si necesitan nuestra ayuda. El dolor propio es ocasión para vencerse, para aprender y lograr alguna mejora personal, para comprender mejor el dolor de los otros; y el dolor de los demás es ocasión para la solidaridad (visitar al enfermo es una obra cristiana de misericordia), para hacer obras meritorias y así convertirnos en mejores personas, en mejores cristianos. Por otra parte, la experiencia de la propia limitación y, en ocasiones, el tener que depender por enfermedad u otros motivos de los demás ayuda, de igual modo, a liberarse de la auto-suficiencia y, en ese sentido, a ser más humildes, a comprender que necesitamos tanto ayudar como también, a veces, ser ayudados, porque no somos ni “superman” ni “super-woman”.
El dolor humaniza, asimismo, porque muchas veces une a las personas, aunque es evidente que hay dolores que separan o, incluso, hay dolor (en ocasiones) precisamente porque  las personas (novios, amigos, matrimonios, etc.) se han separado. Ahora bien, dos o más personas que sufren tienen algo en común y, en ese sentido, el dolor es capaz de crear lazos fuertes entre ellas. Hay familias que, después de la muerte de un ser querido, se encuentran, por ejemplo, más unidas que antes de producirse dicho suceso; hay amigos que se llevaban mal y luego se llevan mejor después de una experiencia de sufrimiento.
El dolor, en definitiva, nos hace más sensibles, particularmente cuando es compartido o cuando, habiendo pasado cada cual por la experiencia del propio sufrimiento, se hace más capaz de ponerse en el lugar del otro que también lo pasa mal. Así pues, a nivel humano, el dolor, es como un filósofo, un maestro, un médico y un pedagogo; un mal, a veces, necesario, que podemos aprovechar para algo útil o como una enseñanza en nuestra vida.

Pero el dolor tiene también un sentido religioso, espiritual, asumido desde la fe, particularmente dentro de la fe cristiana. En efecto, cada uno, con su propio dolor (voluntario o no), puede unirse espiritualmente a los padecimientos de Jesús en su Pasión y Muerte, ofreciéndolo, con Él, al Padre por la redención del mundo. Decía San Pablo: “cumplo en mi cuerpo lo que falta a los padecimientos de Nuestro Señor Jesucristo”. El cristiano que sufre colabora, por lo tanto, en la obra de redención hecha por Cristo en la Cruz. Es Cristo doliente que se ofrece en cada persona que sufre. Así pues, cualquier cruz, cualquier dolor, se puede convertir en algo útil, en un tesoro delante de Dios, si se lo ofrecemos con amor y paciencia por alguna intención noble (por la Iglesia, por nuestros familiares, por alguien que necesita especial ayuda…). En este plano, el dolor tiene, por lo tanto, un sentido redentor, salvador. Es algo de valor infinito delante de Dios y tiene la fuerza, la eficacia, de la mejor oración. El refrán lo expresa muy bien: “no hay mal que por bien no venga…”; no hay dolor que no sirva para algún bien (como mínimo, espiritual), porque Dios es capaz de sacar mucho bien de lo que parece un mal.
En esta línea, es preciso confiar mucho en la paternal providencia de Dios, que todo lo dispone, incluido el dolor, para nuestro bien y para el bien del mundo, de la Iglesia. Caigamos en la cuenta de que ni a su mismo Hijo Jesucristo le eximió del dolor en la Cruz; más bien, gracias a ese gran sufrimiento, fue posible la redención del mundo. De un gran mal, Dios produjo un gran bien. La Cruz de Cristo estaba dentro del plan providente de Dios, que, como bien dice el refrán, escribe derecho con renglones torcidos. “Nadie tiene más amor que aquel que es capaz de dar la vida por sus amigos”, decía con razón Jesús. Al fin y al cabo, el sufrimiento, el dolor, es la otra cara del amor, pues sólo quien es capaz de sufrir por el otro es capaz de amarle verdaderamente.
Por eso, sólo el hombre que acoge con obediencia y confianza filial la voluntad divina (favorable o contraria a sus propios deseos) puede amar a Dios de verdad. En pura lógica, esto requiere un aprendizaje, que no se adquiere de la noche a la mañana. De ahí que, si vienen vientos a favor, debemos dar muchas gracias a Dios; lo mismo, si  los vientos soplan en contra (de lo previsto, de nuestros deseos…), pues nuestro buen Padre Dios todo lo dispone para nuestro bien. Esta idea nos tiene que llenar de optimismo y de esperanza.


martes, 14 de febrero de 2012

¿FORMACIÓN CRISTIANA? ¿POR QUÉ?

Sí. Formación cristiana. Porque es imprescindible para conocer bien nuestra fe y para poder practicarla con amor, con esmero, con cuidado. Es muy difícil, por no decir imposible, crecer en la fe, en la vida cristiana, si nos falta formación, si nos falta conocimiento de nuestra fe. Es como si un trabajador quisiera desempeñar bien su trabajo sin formarse para su puesto, sin adquirir el conocimiento necesario para tener, al menos, la posibilidad de ser competente. No basta sólo con tener buena voluntad: en la vida y en la fe, hay que adquirir el conocimiento suficiente que nos posibilite hacer bien las cosas, no sólo con buena voluntad, sino también con competencia.
Además, si el cristiano ha de ser apóstol, tiene que estar preparado para dar “razón de su esperanza”, como pedía San Pedro (1 Pe 3, 15). Y, cuando hablamos de dar razón, nos referimos al plano intelectual, es decir, a tener argumentos, razones, para creer lo que creemos. Esta sección se llama, precisamente, “Razones para creer”. No puede ser (y menos en estos tiempos de duda, de confusión doctrinal), que los cristianos no sepamos contrarrestar ese ambiente de inseguridad, de preguntas, por una carencia formativa. La gente duda: nosotros, los cristianos, no podemos dudar. Cuando alguien nos pregunte algo, tenemos que saber responder y, además, hacerlo con argumentos sólidos. La gente lo necesita, nosotros también. Hoy no vale decir tan sólo que esto es de una forma o de otra “porque lo dice la Iglesia”. Hay que saber por qué la Iglesia dice lo que dice y hacérselo entender a la gente, en la medida de lo posible.
Lo dicho hasta aquí vale con muchísima más razón y responsabilidad para quienes se han comprometido en tareas de dar catequesis, clases de religión, etc. Para formar hay que formarse; lo más sólida y profundamente que podamos. Una religiosidad natural, sin más profundización, constituye un buen primer paso, pero del todo insuficiente para defender nuestra fe, practicarla con hondura, darla a conocer o formar a otros.
Por eso, hay que dar prioridad en la vida a nuestra formación cristiana, continua y constante: apuntarse a un grupo parroquial, a alguno de formación; acudir a charlas, a Ejercicios Espirituales o convivencias; estudiar Teología (si es posible); leer buenos libros religiosos capaces de aclarar dudas y de hacernos crecer en la vivencia espiritual; ir a misa, a grupos de oración… Al fin y al cabo, se trata de conocer mejor a Dios, al Señor, para poder amarle más y mejor. Porque no se puede amar lo que no se conoce.

¿ESTÁ SIEMPRE LA IGLESIA CON EL PODER?

La Iglesia no siempre está ni ha estado con el poder, a pesar de lo que tantas veces se suele decir. Para muestra, un botón: las relaciones actuales de la Iglesia española con el Gobierno legítimamente constituido no siempre son del todo fluidas y, a veces, atraviesan momentos tensos. Ciertamente, hay o ha habido en la historia general casos de excesiva y escandalosa connivencia eclesial con el poder político (por ejemplo, con algunas dictaduras, imperios…), pero también hay episodios de sufrimiento y persecución a la Iglesia, porque ésta no se ha sometido a los dictados del emperador o gobernante de turno. Hay que tener una visión global de la historia y no fijarse sólo en una parte.
El anglicanismo, por ejemplo, es una herida que la Iglesia aún sufre hoy porque el Papa no se plegó a los deseos del emperador Enrique VIII de que se anulase o disolviese su matrimonio y por ello el gobernante acabó fundando lo que se ha dado en llamar la Iglesia de Inglaterra, escindida de la Iglesia católica. Es una prueba de que la Iglesia no siempre se ha sometido al poder.
Además, debemos aprender a juzgar las cosas en su debido contexto histórico: cuando en plena persecución romana, el emperador Constantino promulga el Edicto de Milán (año 313), la Iglesia pasa de ser perseguida a ser tolerada o favorecida, por lo que es normal que, en principio, se refugie en el poder político que le ampara. Somos humanos y todos preferimos apoyarnos en alguien que nos protege. ¿Usted y yo no lo haríamos?
Por otra parte, un determinado régimen político puede presentar muchas caras, unas buenas y otras malas, o, incluso, ir presentando una determinada evolución conforme pasan los años. Eso quiere decir que muchas veces tiene que pasar un tiempo largo antes de que pueda decirse con un claro discernimiento que ese régimen es malo e indigno de ser apoyado por la Iglesia o de que la Iglesia se apoye en él.
Dicho todo lo cual, la experiencia histórica nos dice que es mejor que poder temporal y espiritual caminen por separado, entre otras cosas, para garantizar su respectiva autonomía e independencia; ahora bien, esto no lo sabríamos, probablemente, si no hubiéramos experimentado a lo largo de la historia las ventajas e inconvenientes que tiene la fórmula de que ambos hayan caminado alguna vez de forma conjunta. Bellas páginas de propagación de la fe se han escrito por parte de emperadores cristianos apoyados por los Papas (y eso es una ventaja); pero hay que reconocer que también la Iglesia ha tenido y tiene que purificarse de momentos en los que ha consentido un excesivo apoyo del poder temporal, con privilegios abusivos y poco evangélicos.

¿UNA IGLESIA “DEMOCRÁTICA”?

La Iglesia es constitutivamente jerárquica, no democrática, porque así lo quiso el mismo Jesucristo: “Tú eres Pedro y sobre esta piedra edificaré mi Iglesia” (Mt 16, 18). El poder civil puede organizarse de diversos modos legítimos, porque, para lo temporal, Dios no ha dado normas precisas y existe una libertad muy grande (“Dad a Dios lo que es de Dios y al César lo que es del César” – Mc 12, 17; Lc 20, 25-); pero, en lo religioso, en lo eclesiástico, Jesús quiso una estructura muy concreta, basada en un Colegio de Apóstoles (sus sucesores son hoy los obispos), al frente de los cuales puso a San Pedro, que perdura en su sucesor, el Papa. Sólo a ellos y, particularmente al Romano Pontífice, dio el poder de atar y desatar en Su Nombre, según consta en los evangelios (Mt 16, 19).
En la democracia, la soberanía reside en el pueblo, que elige a las personas o partidos que le representan a través de las instituciones; en la Iglesia, la soberanía (por llamarlo de alguna forma) reside en el Papa y los Obispos, que tienen la responsabilidad de gobernar, regir, enseñar y apacentar en nombre de Dios, en nombre de Jesús. Y esto es así por decisión divina, claramente presente en  la Sagrada Escritura, no por capricho humano.
Un párroco, un rector o un obispo pueden escuchar al pueblo cristiano y tener en cuenta sus opiniones, pero, finalmente, tienen una responsabilidad delante de Dios y deben tomar una decisión utilizando la autoridad que Dios les ha conferido a través de la Iglesia. Es lo mismo que el padre o madre de familia: en algún momento se tendrá que hacer lo que ellos digan, porque bajo su responsabilidad está la educación de un niño. Cuando uno tiene responsabilidad (en la familia, en la empresa, en la Iglesia…), tiene que ser ejecutivo, no democrático; puede tener formas más o menos diplomáticas, dialogantes o “democráticas” de ejercer la autoridad, pero, al final, tendrá que tomar decisiones de las cuales sólo él será responsable delante de Dios y de los hombres. Y ante eso, no hay democracia que valga.
Hoy en día, el concepto de autoridad tiene mala prensa, porque se entiende como un autoritarismo, en lugar de un servicio (por otra parte, necesario) a la comunidad y al bien común. Por eso lo suavizamos hablando de democracia, pues, además, a todos nos cuesta obedecer y que alguien nos mande. Pero autoridad no significa arbitrariedad. En efecto, prestar a los demás el servicio de la autoridad no nos exime de la obligación de hacerlo con buenas formas, con respeto y buscando el bien de todos. Al fin y al cabo, la autoridad es un servicio a la dignidad humana, a la persona.

¿DEBE ADAPTARSE LA IGLESIA A LOS TIEMPOS?

La misión de la Iglesia es anunciar a Jesucristo, no adaptarse o dejar de adaptarse a los tiempos. Jesús mismo no se adaptó a la mentalidad de su época y la prueba es que acabó siendo matado, crucificado, porque su época tampoco le entendía o no le quería entender. “Vino a los suyos y los suyos no le recibieron” (Jn 1, 11). Si Jesucristo se hubiera adaptado o acoplado a su época, “a los tiempos”, habría vivido mucho más cómodo y se habría ahorrado el mal trago de morir apaleado y en la cruz. Ahora bien, nadie habría movido entonces un dedo por las mujeres de su tiempo, consideradas ciudadanas de segunda o de tercera; nadie habría enseñado la excelencia del amor y del servicio, con todos sus gozos y exigencias; nadie habría sido luz de nuestra conciencia, luz en este mundo de tinieblas, de intereses, de injusticias y de pecado; nadie habría puesto sobre el tapete que es posible una humanidad mejor, un mundo mejor.
La Iglesia, en la medida en que sigue al mismo Jesucristo, tiene la misión de ser un poco la conciencia moral de cada época; de enseñar a los hombres los mandamientos de la ley de Dios que hacen posible un mundo, una humanidad, mejor. Se trata de una labor incómoda, que puede generar problemas, porque a la gente no le gusta que le digan lo que está bien o lo que está mal y mucho menos le gusta que le digan lo que tiene que hacer. Por eso, prefiere pensar que es la Iglesia o Jesucristo mismo quienes deben adaptarse “a los tiempos”, al mundo, en lugar de considerar mejor si este mundo de intereses, de injusticias y de pecado debe adaptarse más a Dios. En resumen, misión de la Iglesia es evangelizar el mundo y no mundanizar el Evangelio.
Para colmo, tenemos la experiencia actual de varias confesiones cristianas (sobre todo, en el ámbito protestante) que han adaptado “a los tiempos” su doctrina y no por ello registran una mayor práctica religiosa. Sus templos no están más llenos que los católicos. Al revés: se trata de sociedades donde la práctica religiosa es muy fría y testimonial.
En realidad, lo que engancha a la gente es la autenticidad, la coherencia, por lo que la Iglesia, lejos de adaptarse a los tiempos, tiene que esmerarse cada día en ser más fiel a sí misma, a sus principios y a Jesucristo. Tiene que ser cada día más coherente. Descafeinar la propia doctrina es no creer en ella ni en su fuerza social transformadora. En suma, si la Iglesia aguara su propia doctrina no tendría nada nuevo ni distinto que ofrecer o proponer a este mundo y entonces tampoco tendría ninguna misión dentro de él.