La misión de la Iglesia es anunciar a Jesucristo, no adaptarse o dejar de adaptarse a los tiempos. Jesús mismo no se adaptó a la mentalidad de su época y la prueba es que acabó siendo matado, crucificado, porque su época tampoco le entendía o no le quería entender. “Vino a los suyos y los suyos no le recibieron” (Jn 1, 11). Si Jesucristo se hubiera adaptado o acoplado a su época, “a los tiempos”, habría vivido mucho más cómodo y se habría ahorrado el mal trago de morir apaleado y en la cruz. Ahora bien, nadie habría movido entonces un dedo por las mujeres de su tiempo, consideradas ciudadanas de segunda o de tercera; nadie habría enseñado la excelencia del amor y del servicio, con todos sus gozos y exigencias; nadie habría sido luz de nuestra conciencia, luz en este mundo de tinieblas, de intereses, de injusticias y de pecado; nadie habría puesto sobre el tapete que es posible una humanidad mejor, un mundo mejor.
Para colmo, tenemos la experiencia actual de varias confesiones cristianas (sobre todo, en el ámbito protestante) que han adaptado “a los tiempos” su doctrina y no por ello registran una mayor práctica religiosa. Sus templos no están más llenos que los católicos. Al revés: se trata de sociedades donde la práctica religiosa es muy fría y testimonial.
En realidad, lo que engancha a la gente es la autenticidad, la coherencia, por lo que la Iglesia , lejos de adaptarse a los tiempos, tiene que esmerarse cada día en ser más fiel a sí misma, a sus principios y a Jesucristo. Tiene que ser cada día más coherente. Descafeinar la propia doctrina es no creer en ella ni en su fuerza social transformadora. En suma, si la Iglesia aguara su propia doctrina no tendría nada nuevo ni distinto que ofrecer o proponer a este mundo y entonces tampoco tendría ninguna misión dentro de él.
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