martes, 14 de febrero de 2012

¿QUÉ ES LA GRACIA?

La gracia es Dios mismo que se nos da, que vive en nosotros. Cuando decimos que una persona “está en gracia”, estamos diciendo que en ella, dentro de ella, habita Dios mismo de una manera íntima y especial. Se convierte en una especie de Sagrario, de Templo donde in-habita Dios. “Si alguno de vosotros me ama, mi Padre lo amará; vendremos y haremos morada en él”, decía Jesucristo (Jn 14, 23). Esa situación se da cuando no tenemos pecados mortales. Bien lo experimentó San Pablo en su vida, al afirmar: “Yo ya no vivo; es Cristo quien vive en mí” (Gál 2, 20). La persona conducida por la gracia es una persona conducida o dirigida por Cristo mismo, por Dios mismo, por la Santísima Trinidad que mora en ella.
Quien acostumbra a vivir habitualmente en gracia de Dios es fácil que lo note, que tenga la íntima experiencia personal de esa peculiar presencia divina en su alma, en su corazón, en su interior. En efecto, Dios –lo hemos dicho aquí en alguna ocasión- es como el viento: no se le ve, pero se le siente (en el interior de cada uno). De modo particular, esto sucede cuando hay un esfuerzo habitual por estar cerca de Él, a través de la oración, de los sacramentos, la práctica de algún tipo de penitencia (aunque sea pequeño) o la lucha por llevar una vida coherente con la fe que se profesa.
Por lo tanto, insistimos, hay un modo sencillo de “tocar” a Dios, aunque no le veamos: procurar vivir siempre en gracia (sin pecados mortales) y acudir frecuentemente a las fuentes donde está esa gracia, sobre todo, a la oración y a los sacramentos, y, dentro de éstos últimos, de manera especial, a la Confesión y a la Eucaristía.
En suma, es posible disfrutar de Dios en la intimidad de cada uno, sentir gozo y deleite por las cosas divinas, porque el Espiritu de Dios (Dios mismo) habita y “aletea” dentro de nosotros en forma de alegría, paz profunda, seguridad, fortaleza… etc. Hay una presencia íntima de Dios en el alma (en la persona) en gracia que experimentan muchos cristianos y que se rompe con el pecado mortal, aunque se puede recuperar cuando nos arrepentimos y confesamos sacramentalmente.
La gracia no es, pues, un “algo” que Dios da, sino un “Alguien”, Dios que se da; no es tampoco, por lo tanto, un fluido, una corriente especial entre Dios y el hombre, sino Él mismo que viene como don. Por eso, la gracia es lo más grande que puede tener una persona, porque es tenerle a Él, y constituye un anticipo del Cielo, donde le poseeremos en plenitud. Como decía San Pablo: “Ahora le vemos como en un espejo, confusamente, pero entonces le veremos cara a cara” (1 Cor 13, 12).

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