miércoles, 8 de febrero de 2012

Desde la fe, no hay ninguna duda de que el infierno existe. Son muchos los pasajes de los evangelios en los que Jesucristo alude (y muy seriamente) a él. Recordemos las parábolas en las que se separa el trigo de la cizaña, los peces buenos y los peces malos; las veces en las que Jesús habla de la “gehenna”, donde, dice, habrá “llanto y rechinar de dientes”; o sencillamente, cuando Jesús proclama esa sentencia que convirtió a San Ignacio de Loyola y a San Francisco Javier: “¿De qué te sirve ganar el mundo entero, si luego pierdes tu alma?”. Es decir, hay posibilidad real de perder el alma, de condenarse, de ir al infierno.
Es más: no tendría sentido que Dios se hubiera molestado en hacerse hombre en la persona de Jesús ni de ir voluntariamente a la Cruz, si no existiera una posibilidad cierta de condenación eterna. Cristo vino para salvarnos. ¿De qué? Del pecado (con su gracia) y de la muerte eterna (abriendo las puertas del cielo). La redención de Cristo no tendría sentido sin la existencia del infierno.
El Catecismo universal (nº 1033-1037), dice, entre otras cosas, lo siguiente: “La enseñanza de la Iglesia afirma la existencia del infierno y su eternidad. Las almas de los que mueren en estado de pecado mortal descienden a los infiernos inmediatamente después de la muerte y sufren allí las penas del infierno, ‘el fuego eterno’ (…)”.
Y desde la razón, resulta lógico pensar que, si el hombre es libre y Dios es infinitamente justo, Él se tome en serio esa libertad humana (hasta sus últimas consecuencias). De lo contrario, irían al mismo sitio (a la nada, al cielo…) el mayor criminal y el mayor santo. Eso no puede ser.
Dios nos da ahora un tiempo de vida que es, a la vez, un tiempo de gracia y de misericordia; un tiempo más o menos largo (veinte, treinta, cincuenta, ochenta años…) para que obremos el bien, nos arrepintamos si obramos el mal (confesándolo a sus ministros, los sacerdotes) y para que nos agarremos de continuo a su gracia, a su misericordia, como a un clavo ardiendo. De lo contrario, muy a su pesar y con dolor de su corazón, obligaremos un día (el día del juicio), a actuar a su justicia. Porque Dios, siendo misericordioso, no puede renegar de su justicia, ya que entonces le daría igual una acción buena que otra mala y se convertiría en un relativista que le da lo mismo el bien y la verdad de nuestros actos.
No conviene obsesionarse con el infierno (vale más la pena pensar en el cielo y en el bien que podemos hacer), pero tampoco está mal que esa idea dramática nos apriete un poco las tuercas, nos espolee y nos asuste un poco, sólo lo justo para reaccionar. Como dice el Catecismo, el infierno es una llamada a la responsabilidad, a la conversión y a la vigilancia continua.
Podemos también extraer unas cuantas ideas o conclusiones:
1º) Si Dios, siendo infinito AMOR con mayúsculas, permite (aunque no lo desea), la realidad del infierno, es porque, amigos, el pecado es algo MUY SERIO; más serio de lo que a nosotros nos suele parecer. Eso nos pasa por no caer en la cuenta de que el pecado, en esencia, es una ofensa personal a Dios, nuestro Creador, Señor y Redentor. Cuando cometemos un pecado mortal, la ofensa es tan dura que, si no nos arrepentimos (y tiempo nos suele dar Dios para hacerlo), merecemos la reprobación del AMOR mismo, porque el pecado es ir siempre contra el amor.
Pensemos cuando alguien nos hace una ofensa seria o muy seria, cómo reaccionamos o cómo nos dan ganas de reaccionar. En cambio, a Dios le ofendemos seria o muy seriamente y aún tiene la paciencia de esperar el tiempo que nos dé de vida (no dudemos, por lo tanto de su misericordia) para que nos arrepintamos y le pidamos perdón, siempre por medio de sus ministros (los sacerdotes). El ofendido tiene derecho a poner las condiciones para perdonar y Dios ha puesto la condición de arrepentirnos, de confesar nuestro pecado ante sus ministros y tener propósito de enmienda.
2º) Como dice el Catecismo universal (nº 1036), el infierno es una llamada a la responsabilidad, a la conversión y a la vigilancia continuas. Si queremos ir al cielo y alejarnos del infierno, algo tendremos que hacer, porque el que algo quiere, algo le cuesta. Esto es como aprobar un examen: si no estudiamos, casi seguro que suspenderemos.
3º) El infierno nos dice claramente que con Dios no se juega. Dios es bueno, pero no tonto. En este tiempo de gracia y misericordia que es la vida presente, tenemos que agarrarnos continuamente (como mendigos) a la gracia y a la misericordia de Dios como a un clavo ardiendo. La confesión frecuente (semanal, mejor que quincenal; quincenal, mejor que mensual…), la oración, la misa y comunión habituales, las buenas obras, la lucha por mejorar… deben ser los hitos que nos indican que estamos vigilando. Si no nos agarramos a esa misericordia divina, un día obligaremos a actuar a su justicia, contra su pesar.
4º) El infierno (y también el cielo) nos dice que lo importante no es esta vida, sino la otra. Esta vida, a la luz de la eternidad, es un soplo, humo que se va en menos de nada. Lo permanente, lo que dura, es lo otro, la eternidad. Por eso, razón tenía Jesús cuando dijo: “¿De qué te sirve ganar el mundo entero, si luego pierdes tu alma?”. No nos la juguemos.

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