miércoles, 8 de febrero de 2012

¿QUÉ ES LA MISA?

La misa es, fundamentalmente, el mismo sacrificio (y no otro) de Jesús en la Cruz del Calvario, que se actualiza (se hace actual, de nuevo presente) para nosotros a través de los gestos y palabras del sacerdote, ministro de Cristo que actúa en Su nombre, haciendo Sus veces; esto sucede, de modo particular, en la consagración, por la que el pan y el vino se convierten en el Cuerpo y la Sangre derramada de nuestro Señor Jesucristo. En cada misa, por lo tanto, se obra la redención del mundo; y los que asistimos a ella, unimos nuestra vida, nuestros trabajos, nuestra jornada, nuestros sufrimientos, alegrías, gozos, esperanzas y penas, nuestra persona, nuestro sacrificio… a ese sacrificio redentor de la persona de Cristo. De ese modo, nos convertimos en co-redentores con Él. La misa es, por ello, muy importante; lo más importante que puede hacer un cristiano, por encima, incluso, de cualquier obra de caridad. De hecho, la caridad auténticamente cristiana tiene que nacer de la misa y orientarse a ella, porque, si no, corre el riesgo de quedarse en mera filantropía humana, sin valor sobrenatural ni divino.
Todo esto hay que explicarlo bien. La Santa Misa se relaciona (o engarza) con la pascua judía del Antiguo Testamento, en la cual se sacrificaba un cordero sin defecto ni mancha. Los judíos se reunían en familia con el fin de celebrar la pascua, que servía para recordar y actualizar la liberación de Egipto operada por Dios. Comían el cordero entero, con cabeza, patas y entrañas; lo comían, además, con pan ázimo (recordando que los judíos, en su huida de Egipto, no habían tenido tiempo de fabricar pan fermentado); también con hierbas amargas (para recordar la amargura que sus padres tuvieron que pasar en Egipto). Con la sangre del cordero untaban las jambas y el dintel de las casas donde lo comían, en recuerdo de cuando pasaba el ángel exterminador de los primogénitos egipcios y salvaba a los hijos de Israel (a los que reconocía, porque las puertas estaban marcadas con la sangre del cordero sacrificado o inmolado).
Pues bien. En el Nuevo Testamento, Cristo establece la nueva pascua, la nueva y definitiva alianza de Dios con los hombres. Él mismo es ahora el cordero de Dios, sin defecto ni mancha, que se inmola en la cruz, derramando su sangre como el cordero del Antiguo Testamento. Así pues, Cristo dio a su muerte un sentido expiatorio: “Ésta es mi sangre, que será derramada por vosotros para el perdón de los pecados” (). “La prueba de que Jesucristo nos ama es que, siendo nosotros pecadores, se entregó por nosotros”.
La misma Escritura desmiente a cierta teología que sostiene que a Jesucristo lo mataron “las circunstancias”, “el sistema”, sin que Él buscara el dolor ni la cruz y sin que fuera enviado por el Padre al mundo para sufrir. “Nadie me quita la vida, soy yo el que la entrega”, afirmó Jesús, quien, ya resucitado, se apareció a unos cuantos y dijo que todo lo que le pasó sucedió “para que se cumpliera la Escritura”. En consecuencia, se puede afirmar con rotundidad que la Cruz era un plan providente de Dios, revelado ya desde antiguo (ver Is 42; 49;53 -profecía del Siervo de Yavé- y otras citas).
Así pues, Jesús, el único hombre justo, el ‘cordero’ sin mancha ni defecto (sin pecado) ofrece al Padre en la Cruz su propio sacrificio (sufrimiento y muerte) “para el perdón de los pecados”, a fin de que el Padre, confortado con la obediencia y correspondencia hasta la muerte de su propio Hijo (que repara la desobediencia primera del “injusto” Adán), acepte ese sacrificio complacido y derrame su misericordia, su redención, sobre los hombres de todas las generaciones. Cristo es el justo, sin pecado, que corresponde al amor incorrespondido del Padre (por nuestras infidelidades y pecados), el cual, de este modo, derrama su misericordia sobre el mundo entero, abriéndole la puerta de la salvación. Es la Alianza definitiva: por los méritos de Cristo, estamos ya salvados. Ahora sólo queda nuestra parte (Dios ha hecho la suya): que cada uno acepte y luche por esa salvación que Dios le ofrece, imposible antes de la cruz.
Insistimos, por lo tanto, en esta idea: la misa es la actualización de ese mismo sacrificio redentor de Cristo. En efecto, dice el Catecismo de la Iglesia católica (nº 1.085): “(…) Cuando llegó su Hora (cf Jn 13,1; 17,1), [Cristo] vivió el único acontecimiento de la historia que no pasa: Jesús muere, es sepultado, resucita de entre los muertos y se sienta a la derecha del Padre "una vez por todas" (Rm 6,10; Hb 7,27; 9,12). Es un acontecimiento real, sucedido en nuestra historia, pero absolutamente singular: todos los demás acontecimientos suceden una vez, y luego pasan y son absorbidos por el pasado. El misterio pascual de Cristo, por el contrario, no puede permanecer solamente en el pasado, pues (…) todo lo que Cristo es y todo lo que hizo y padeció por los hombres participa de la eternidad divina y domina así todos los tiempos y en ellos se mantiene permanentemente presente. El acontecimiento de la Cruz y de la Resurrección permanece (…)”.
Es decir, que el sacrificio de Cristo quedó eternizado en el cielo, de modo que cada vez que celebramos la misa (“haced esto en memoria mía”), se da el mismo sacrificio de Cristo en la Cruz de hace más de 2.000 años (“sangre derramada por vosotros, para el perdón de los pecados”); no repetido, sino actualizado (hecho actual, para nuestro aquí y ahora de la historia presente). De algún modo, cada vez que estamos en misa, retrocedemos más de 2.000 años en el tiempo y nos situamos (de una forma no histórica, pero sí espiritual y muy real) en el mismo Calvario junto a Cristo sufriente y redentor. El pan y el vino, “frutos de tu generosidad y del trabajo del hombre”, representan los trabajos cotidianos, las alegrías y tristezas que debemos ofrecer al Padre juntamente con Cristo, de modo que en la misa tú aportas tu propio sacrificio, junto con el de Cristo, para ofrecerlo al Padre, con el fin de que Él, complacido, derrame su gracia sobre ti y sobre todos los hombres. Por lo tanto, cuando participas en la misa, ESTÁS REDIMIENDO AL MUNDO, es decir, CO-REDIMIÉNDOLO, SALVÁNDOLO con Cristo. Ésta es la razón por la cual la misa no vale nada si sólo se pretende hacer de ella un espectáculo, un teatrillo.
Según el beato Juan Pablo II, la misa tiene 3 dimensiones:
1)      Sacrificio: Es la que hemos tratado de explicar hasta aquí.
2)     Presencia: Por la consagración que hace el sacerdote, transformando el pan y el vino en el Cuerpo y la Sangre de Nuestro Señor, Cristo resucitado se hace realmente presente en la Eucaristía, con una presencia más eficaz, incluso, que la de su existencia histórica en Palestina. Entonces, dice el evangelista San Juan, “todavía no había espíritu, porque todavía no había sido glorificado” y, por lo tanto, no nos había enviado a su Espíritu Santo. Lo hizo después de su sacrificio, después de su muerte. No debemos olvidar otra presencia de Cristo en la misa, mediante su palabra proclamada en las lecturas y explicada en la homilía del sacerdote (dice San Juan: “el Verbo se hizo carne y habitó entre nosotros”). Y, según su promesa, allí donde dos o más están reunidos en su nombre, allí está también Él en medio de ellos.
3)     Banquete: Nos alimentamos con el cuerpo de Cristo resucitado en la comunión eucarística, correspondiendo a su promesa: “Yo soy el pan de vida”, es decir, el pan que da vida a nuestra alma, el pan que, de alguna manera, nos anticipa veladamente el cielo aquí en la tierra y que es prenda de nuestra futura resurrección. Necesitamos sustentar nuestra fe y nuestra lucha contra el pecado en la gracia que Dios nos da en la Eucaristía, en Cristo mismo que se nos da a través de ella.
La misa es, pues, algo demasiado grande como para dejar de asistir a ella o marginarla en nuestra vida cristiana y cotidiana.


No hay comentarios:

Publicar un comentario