miércoles, 8 de febrero de 2012

¿CATÓLICO, APOSTÓLICO Y ROMANO?

Sí. Necesitamos mucho hoy en día recobrar nuestra identidad de católicos fieles a la doctrina de los apóstoles interpretada auténticamente (con autoridad delegada de Cristo) por quienes son sus sucesores, los obispos, con el Papa de Roma a la cabeza. No otra cosa significa ser católico, apostólico y romano. Veamos:
·  CATÓLICO. Significa universal, corazón ancho, que abarca y engloba a todos. Así es la Iglesia de Jesucristo: quiere englobar a todos, sin descartar a nadie. De hecho, es una experiencia gozosa comprobar cómo en países lejanos, cuya lengua uno no entiende, ahí pervive la Iglesia, se puede ir a misa y comulgar, entre otras cosas. La Iglesia se extiende a lo largo y ancho del mundo. Desea la unidad con otras Iglesias separadas, pues catolicidad y unidad son dos caras de una misma moneda universal. Los encuentros mundiales de la juventud suelen ser experiencias gozosas de la universalidad, unidad en lo sustancial y catolicidad de la Iglesia: miles y miles de personas de los más variados países unidas por la persona de Jesucristo. Cuando uno viaja por el mundo, tiene esa misma sensación: allá donde uno va, es casi seguro que está la Iglesia católica.
·  APOSTÓLICO. Significa que uno defiende la fe que viene, entroncando con Cristo mismo, de los apóstoles y de quienes son sus sucesores a lo largo de los siglos (los obispos, con el Papa a la cabeza), conformando una tradición que, guiada por la luz del Espíritu Santo, ha permitido conocer y fijar mejor la doctrina cristiana. Los apóstoles y sus sucesores (el Papa, los obispos) tienen la autoridad de Cristo para atar y desatar, por lo que la obediencia a su enseñanza es fundamental para un buen católico. Ellos enseñan en nombre de Cristo. “Quien a vosotros escucha, a mí me escucha”.
·  ROMANO. Significa, como consecuencia de lo anterior, que uno está con el Papa de Roma, porque, desde la fe, sabemos que hace las veces de Jesucristo en la tierra (es su vicario, su delegado, su representante) durante la ausencia histórica del Señor. Y es una preciosa costumbre que cada católico, al menos una vez en la vida (si puede), haga su particular “romería” videre Petrum, es decir, para ver a Pedro, se llame éste Roncalli, Montini, Wojtyla o Ratzinger en cada momento histórico; aunque nos caiga más o menos simpático, que es lo de menos. Aquí, lo que importa es ver a Pedro, al sucesor de Pedro, y a través de él, con los ojos de la fe, a quien él representa: a Cristo mismo, que, de algún modo “se esconde” en la persona del Romano Pontífice, cabeza de su Iglesia. “Tú eres Pedro y sobre esta piedra edificaré mi Iglesia”. Veneremos con ardor de fe la figura del Papa, representante de Cristo en la Tierra.

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