miércoles, 8 de febrero de 2012

¿HAY QUE TEMER A DIOS?

A Dios hay que amarle, más que temerle. En principio, el temor a Dios no es cristiano, si se entiende la palabra temor como miedo a un Dios supuestamente justiciero y castigador. Cierto que la justicia divina existe (de otro modo, Dios no se tomaría en serio la libertad humana con todas sus consecuencias) y constituye una llamada a nuestra responsabilidad en este tiempo de gracia y misericordia que es la vida presente. En efecto, no podemos pasearnos por este mundo ofendiendo a Dios alegre y descuidadamente, sin tener la más mínima solicitud por evitar lo que le desagrada ni poner empeño en hacer lo que le agrada, lo que Él sabe (y nos ha transmitido) que es bueno.
En ese sentido, sí resulta sano hablar de un amoroso “temor” a pecar, a ofender a Dios, pero que debe proceder del amor, más que del temor propiamente dicho. Se trata de un “temor” reverencial a Dios que podríamos traducir más por respeto que por miedo; respeto y responsabilidad ante Él, porque es nuestro Creador, Señor y Redentor; porque es Creador y Señor de todas las criaturas, de todas las cosas visibles e invisibles; porque es Señor de la historia y nada escapa ni a Su poder ni a Su providencia; porque es infinitamente grande y bueno; por ser Él quien es, tan inmensamente transcendente (es “el Otro” por excelencia) e inmanente a la vez (se ha hecho “Dios-con-nosotros”, Enmanuel, en Jesucristo). Somos nada ante Él (por nuestra innata miseria, debilidad o pequeñez) y, a la vez, somos mucho (porque le hemos costado el precio de su sangre en la Cruz, de tanto amor como nos tiene). En fin, podríamos enumerar mil razones para tenerle ese respetuoso “temor” reverencial, ese respeto, ese amor del que hablamos. Se trata del único temor santo, el único válido y bueno que podemos tener.
Un temor a Dios que equivalga al miedo está basado, quizás, en la falta de confianza, una de las cosas que más duele el Corazón de Jesús. Vivir con ese miedo lleva fácilmente a la neurosis, al desequilibrio psíquico (y cuidado, porque hay cristianos que tienen este problema, que bien puede catalogarse como una enfermedad espiritual).
Quienes viven con ese miedo necesitan urgentemente un buen director espiritual que los guíe por caminos de filiación divina (sentirse muy hijos del buen Padre Dios), de confianza y de sentido positivo de las cosas, de la vida cristiana. Tienen que agarrarse a los medios de gracia (confesión frecuente, oración, comunión…) y cambiar el chip, la mentalidad: más que pensar en negativo qué puede “hacerles” Dios o cómo puede “castigarles” si pecan o si dejan de hacer ciertas cosas, deben preguntarse en positivo qué pueden hacer ellos para agradar a Dios y a los demás, para hacer siempre el bien, cada vez más y mejor (en suma, que la meta sea la excelencia, el amor). Lo primero los enfermará; lo segundo los sanará y los salvará.

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