miércoles, 8 de febrero de 2012

¿PURGATORIO?

El Catecismo de la Iglesia Católica dice que los que mueren “en la gracia y en la amistad de Dios [es decir, sin tener pecado mortal], pero imperfectamente purificados, aunque están seguros de su eterna salvación, sufren después de su muerte una purificación, a fin de obtener la santidad necesaria para entrar en la alegría del cielo” (nº 1.030). “La Iglesia llama Purgatorio a esta purificación final de los elegidos que es completamente distinta del castigo de los condenados (…). La tradición de la Iglesia, haciendo referencia a ciertos textos de la Escritura (por ejemplo 1 Co 3, 15; 1 P 1, 7) habla de un fuego purificador (nº 1.031)”. Las almas del purgatorio, según esto, sufren, pero sufren con esperanza: la esperanza de que un día van a alcanzar seguro la gloria del cielo; es una situación diversa de los condenados en el infierno, que, además de las terribles penas de su estado, añaden la desesperación de saber que no tienen remedio, que su situación se prolongará por toda la eternidad.
“Esta enseñanza [del purgatorio] se apoya también en la práctica de la oración por los difuntos, de la que ya habla la Escritura: ‘Por eso mandó [Judas Macabeo] hacer este sacrificio expiatorio en favor de los muertos, para que quedaran liberados del pecado’ (2 Mac 12, 46). Desde los primeros tiempos, la Iglesia ha honrado la memoria de los difuntos y ha ofrecido sufragios en su favor, en particular el sacrificio eucarístico (cf. DS 856), para que, una vez purificados, puedan llegar a la visión beatífica de Dios. La Iglesia también recomienda las limosnas, las indulgencias y las obras de penitencia en favor de los difuntos” (Catecismo de la Iglesia Católica, nº 1.032).
¿Cómo se entiende el purgatorio? Intentaré explicarlo desde mi propia reflexión personal, en la confianza de que pueda ser válida. En primer lugar, debemos caer en la cuenta de la gravedad u hondura de todo pecado, aunque sea venial, pues supone una ofensa personal a Dios, nuestro Señor, Creador, Padre y Redentor. Desde ese punto de vista, en pura justicia natural (al margen de la misericordia que Dios quiera tener libremente con nosotros), el que hace algo malo, el que ofende a Dios o a los demás merece una pena. Es como el delincuente: si roba o comete delito, merece, en justicia, que se le aplique algún “castigo”, aunque se arrepienta. Hay que ser consecuente con los actos personales. El reo puede arrepentirse y, si queremos, le podemos perdonar: pero una cosa es nuestro perdón y otra cosa muy distinta que, aun perdonándole, tenga que reparar, de alguna manera, el daño que ha hecho, por pura justicia natural. A pesar de ello, Dios es capaz de saltarse esa justa reparación debida naturalmente, gracias a las indulgencias que administra la Iglesia y a los sufragios que los vivos ofrecen por los difuntos. Por eso, no podemos dudar de su infinita misericordia. En verdad, indulgencias y gracia por los sufragios son el colmo de la misericordia de Dios, que está muy por encima de su justicia.


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