“En el principio no fue así”, esto es, cuando Dios creó el mundo no pensó en el divorcio. Todo lo contrario. El Génesis dice: “Se unirá el hombre a su mujer y serán los dos una sola carne (Gen 2, 24)”. “Lo que Dios unió no lo separe el hombre”, añade Jesús (Mc 10, 9; Mt 19, 6). Más claro, agua.
Por lo tanto, cuando se critica a la Iglesia por rechazar el divorcio, se olvida que ella es la primera oyente, servidora y cumplidora de la Palabra de Dios. La Iglesia no está por encima de la Sagrada Escritura , sino que es al revés: la Sagrada Escritura está por encima de la Iglesia , pues en ella nos habla Dios. Hay, pues, una razón sobrenatural, divina (que, a veces, se nos olvida) por la cual la Iglesia rechaza el divorcio: que Dios no lo quiere y así está explícitamente señalado en la Biblia.
Pero es que, además, y en segundo lugar, la experiencia de miles de personas que han decidido divorciarse puede corroborar que el divorcio, aparentemente, resuelve un problema, pero genera otros, de modo particular si hay hijos de por medio (como sucede en la mayoría de los casos). El divorcio desestructura la familia, suele traer consigo apreturas económicas para alguna de las partes, eleva el porcentaje de niños con fracaso escolar o con otros problemas… No puede ser bueno.
Hoy en día, existen en casi todas las diócesis los Centros de Orientación Familiar (COF), integrados por profesionales capacitados, que, según indican los datos, logran resolver hasta el 80 % de los casos de crisis matrimonial. Así pues, hay que tener el valor de pedir ayuda cuando se necesita, pues el matrimonio es una tarea diaria por alimentar el amor y por resolver las posibles dificultades que vayan surgiendo. Aprovechemos, por lo tanto, este noble apoyo que la Iglesia brinda a las familias como parte de su contribución al bien común de la sociedad. Porque la Iglesia plantea exigencias, pero intenta también ofrecer soluciones.
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