jueves, 6 de septiembre de 2012

¿EXISTE EL PECADO?

Hay mucha gente que piensa que el pecado no existe y que, en todo caso, se trata de una antigualla propia de tiempos eclesiásticos más oscuros, en los que, dicen, los curas nos atormentaban con la idea de que todo estaba mal (sobre todo, el sexo), que nos íbamos a condenar o cosas parecidas. Desde luego, no abogamos en este artículo por retornar a modos de hacer fundados en el miedo o en la neurosis de la gente. Al contrario, si en el cristianismo podemos hablar con paz y esperanza del pecado es porque tenemos la certeza de la misericordia y comprensión de Dios. Basta con arrepentirnos, confesarnos sacramentalmente y luchar por no caer otra vez. Dios no pide imposibles, pero sí pide que luchemos de modo decidido contra el pecado en nuestra vida, con los medios humanos y sobrenaturales a nuestro alcance.
Olvidar la existencia del pecado es, me parece, una necedad, porque nos da rienda suelta para hacer, en el fondo, lo que queremos y, en consecuencia, para pecar más. Hoy en día, en nuestra sociedad, hemos perdido la conciencia de pecado, es decir, nos hemos ido al extremo contrario al de hace unos años, donde, quizá, existía una obsesión con ese tema, como bien recuerdan nuestros mayores. Ahora bien, negar la existencia del pecado es negar que en el mundo existan zancadillas, injusticias, crímenes, envidias, embustes, explotación de personas, olvido, indiferencia o rebelión frente al amor de Dios, utilización del otro para mis fines… Es negar lo evidente. El pecado existe en su múltiple dimensión de ofensa a Dios y a la Iglesia, al prójimo, a la sociedad y a uno mismo. Ofensa a Dios, porque pecar no es sólo violar o transgredir una norma, sino herir a Dios en lo más profundo de su ser: Él es valedor y defensor de la dignidad humana, de los derechos del hombre creado a Su imagen y semejanza. Además, Dios ama y quiere ser correspondido: le duele nuestra indiferencia o rebelión ante Su amor. Ofensa a la Iglesia, porque el mal que hacemos afea el rostro y prestigio de ésta. Ofensa al prójimo, porque el pecado suele tener consecuencias negativas para otros. Ofensa a la sociedad, porque, a medida que hacemos daño al prójimo, vamos haciéndolo también en el tejido social y contribuimos a las “estructuras de pecado” de las que hablaba Juan Pablo II. Por último, ofensa a uno mismo, porque el pecado mina nuestra integridad ante Dios y los demás, rompe la vida interior, resta fuerzas para luchar, oscurece la conciencia, nos separa del Señor y, si es mortal, puede ser motivo cierto de condenación eterna.
Casi nada.

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